CONTRATAPA
La Academia escribe la historia
› Por Osvaldo Bayer
Hace treinta años. Sí, justo hace treinta años. La muerte de Perón y la muerte traidora en las calles, en el calor del hogar, en las plazas. La patota oficial del gobierno. La impunidad. Uno podía leer su pena de muerte en el diario del día. Eran las ocho de la mañana, en el café abrí el diario La Opinión y en la segunda página estaba mi nombre condenado a muerte si no dejaba el país en 24 horas. La patota oficial. Con el general en vida había empezado de a poco, una especie de selección. Luego ya fue abierta. Cerré el diario. Comprendí que ya nada sería igual. Que lo que había empezado con prohibiciones de libros y censuras al cine iba a terminar en eso, en el crimen oficial. Una forma argentina de matar que luego se iba a convertir en la desaparición. Cuando cerré el diario pensé en el niño. La patota había matado a un niño de seis meses porque el padre no había aceptado irse ante la condena de las Tres A, los asesinos comandados por el primer ministro peronista López Rega. Un gusano asesino con todos los poderes. El niño Laguzzi murió en el estallido de la máxima cobardía de la patota pagada por el erario.
Nunca se investigó nada, nunca nadie de los miembros del gobierno de Isabel Perón se jugó para acabar con la ignominia. Las muertes siguieron. Se decía que Isabel Perón iba a prohibir a la mafia armada de su propio gobierno. Que iba a tener una reacción femenina de dolor ante la muerte del niño. No, nada. Sus ministros se callaron, sus diputados se callaron, el Partido Justicialista se calló. Con el diario en la mano corrí a casa y le dije a mi mujer que tenía que partir ya mismo con nuestros hijos. Dejar todo, tal vez para siempre. La casa, los árboles, los libros, los sillones del jardín donde los domingos al atardecer leíamos poesía. Tal vez para siempre. Porque dominaba la ley López Rega y del gobierno donde todos se callaban la boca. Treinta años. Nadie realizó una investigación. Más todavía, personajes que formaron parte de ese gobierno de las Tres A no sólo se callaron la boca sino que llegaron a ser gobernadores y hasta ministro de Relaciones Exteriores de la Nación Argentina, como el señor Ruckauf. El Partido Justicialista jamás pidió disculpas por los viles asesinatos ni publicó los nombres de los culpables. Cuando ante la muerte del niño era un deber de conciencia.
Y así se escribe la historia. Es el ejemplo que nos ha dado nada menos que el presidente de la Academia Nacional de la Historia, Miguel Angel De Marco.
Esa entidad tendría que ser la de máxima autoridad entre los historiadores y eso se logra en el estudio de la verdad y objetividad histórica. Cada estudio tendría que ser dado a una junta de estudiosos para que lo debata y saque sus conclusiones, después de las cuales sí puede valer como documento conductor. No, el historiador De Marco escribe un estudio –publicado en La Nación, del 20 de junio de este año– donde hace una exageradísima alabanza del presidente Julio Argentino Roca. Enumera todos los actos administrativos de doce años. Según el autor, hizo todo por lo cual la Argentina vivió luego en la opulencia y el progreso. Le falta la música para lograr el ditirambo total. Pero, por ejemplo, no trae ninguna mención sobre la represión al movimiento obrero que llevó a cabo. Para el autor De Marco tiene mucha más importancia que “Roca no vacilaba en promover en su despacho conversaciones sobre temas históricos y literarios al igual que la mayoría de sus predecesores”. Pero no dice ni una palabra contra la brutal ley 4144, la “Ley de Residencia” por la cual se expulsaba a los obreros acusados de ideología anarquista separándolos así de sus mujeres y sus niños.
No habla de las represiones que ordenó contra las manifestaciones pacíficas del 1º de mayo de los obreros que reclamaban las justas ocho horas de trabajo. En una de esas represiones se mató al marinero Juan Ocampo, el primer mártir del movimiento obrero ya que no hacía otra cosa que reclamar por la jornada laboral. Habla de “la Nación próspera y pujante” pero no dice ni una palabra de la explotación increíble de los trabajadores, principalmente de las obreras. Lo expresan muy bien, por ejemplo, los alemanes de la asociación Vorwärts que denuncian, entre otras cosas, el tratamiento a la mujeres y niñas que trabajan, y es solo un ejemplo, en la fábrica Alpargatas: “La Fábrica Argentina de Alpargatas emplea a 510 obreros, de los cuales 400 son mujeres y niñas. El trabajo comienza a las 6 de la mañana y dura hasta las 6 de la tarde, interrumpido por una hora y media al mediodía. El trabajo se hace a destajo, trabajo a destajo, trabajo criminal. Un trabajador aplicado puede ganar la enorme suma de 10 pesos papel por semana, en cambio las chicas sólo 6 pesos. Por día se producen doce mil pares de alpargatas. Es decir, que en la Argentina no sólo hay grandes establecimientos industriales, igual que en Europa, sino que también tenemos aquí unido a ello la más grande explotación de mujeres y niños”.
No, de esto nada, para el historiador, nada tampoco del estudio de Bialet Massé sobre la situación de los trabajadores. Nada de la miseria de los conventillos, de cómo vivían familias enteras casi sin agua e instalaciones sanitarias. No, todo era nada más que “Paz y administración”. Un paraíso.
Sobre su racismo, nada. Esa expresión continua de “los salvajes, los bárbaros” para referirse a los pueblos originarios, no encuentra espacio en la loa del nada menos que presidente de la Academia de la Historia. Nada de que su héroe Roca instaló de nuevo la esclavitud de los indios, llevando a los prisioneros a Martín García y Tucumán, mientras se regalaba a sus mujeres como sirvientas en las casas porteñas bien y se repartía a los niños entre familias para que fueran peoncitos. De eso no se habla. Aunque sea el presidente de la Academia Argentina de la Historia. Sobre la expedición “del desierto” sólo dice que “Roca sintonizaba con las ideas de la época acerca de la necesidad de recuperar inmensas regiones desiertas y emprendió una rápida campaña que permitió enarbolar por primera vez la bandera celeste y blanca en las márgenes del río Negro”. Evidentemente, mucha bandera pero la tierra fue para los extranjeros y para el general Roca, que se quedó con 15.000 hectáreas. Evidentemente “sintonizaba” bien.
Es enternecedor el final de la nota del presidente de la Historia Oficial, dice: “Fuerte y voluntarioso se entregó a las tareas rurales y dedicó largo tiempo a la lectura”. Claro, en las tierras que antes pertenecían a los ranqueles y que pasaron a poder del general Julio Argentino. Y por último: “Fue sepultado en medio de grandes honras muy justas para quien había sido uno de los organizadores de la Nación”. Claro, organizador para el poder rural, para el poder financiero y con todo respeto, para los fuertes.
Así se escribe la historia argentina. Roca, después de sus crímenes del desierto pudo leer y dedicarse al aire campero en las tierras que supo conquistar al bárbaro, al salvaje. Para eso era civilizado. Y tiene sus monumentos en el centro mismo y en toda la Argentina. Sus crímenes siguen impunes. Los crímenes de las Tres A siguen impunes y sus protectores cobrarán o ya cobran una jubilación de privilegio. Pero los ojos del niño Laguzzi nos seguirán mirando para siempre, desde el nublado cielo argentino.