Dom 04.07.2004

CONTRATAPA

La confesión del torturador

› Por Eduardo Galeano

No vale nada, o poco vale, la confesión del torturado. Desde los tiempos de la Santa Inquisición, se sabe que no son creíbles, o bien poco creíbles, las informaciones y las confesiones arrancadas bajo tortura, por la sencilla razón de que el dolor convierte a cualquiera en gran novelista.
En cambio, el sistema de poder confiesa su verdadera identidad a través de las torturas que inflige. En las cámaras de tormento, los que mandan se arrancan la máscara.
Así ocurre en Irak, pongamos por caso. Para apoderarse de Irak a pesar de los iraquíes y contra los iraquíes, las tropas de ocupación actúan con realismo: predican la democracia y la libertad y practican la tortura y el crimen. Quien quiere el fin quiere los medios. ¿O acaso alguien puede creer que existe otra manera de robar un país?
Lo demás es puro teatro: las ceremonias, las declaraciones, los discursos, las promesas y la transferencia de la soberanía, que pasa de los Estados Unidos a los Estados Unidos.
Ocurre que el poder no dice lo que dice. Por ejemplo: cuando dice “terrorismo en Irak”, en muchos casos debería decir: “resistencia nacional contra la ocupación extranjera”.

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Cuando se publicaron las fotos y estalló el escándalo, las cumbres del poder político y militar cantaron a coro los salmos de su autoabsolución:
–Son casos aislados;
–Son casos patológicos;
–Son unas cuantas manzanas podridas;
–Son perversos que deshonran el uniforme.
Como de costumbre, el asesino ha echado la culpa al cuchillo.
Pero esos soldados o policías que enloquecen al prisionero disparándole descargas de electricidad, o sumergiéndole la cabeza en la mierda, o partiéndole el culo no son más que instrumentos: funcionarios que se ganan el sueldo cumpliendo su tarea en horario de oficina. Algunos trabajan a desgano y otros meten fervor, como esas entusiastas señoritas que se han fotografiado mientras humillaban a sus torturados iraquíes y los exhibían como trofeos de cacería. Pero todos, los apáticos y los fervorosos, son burócratas del dolor que actúan al servicio de una gigantesca máquina de picar carne humana. ¿Locos? ¿Perversos? Puede ser; pero la coartada patológica no absuelve al poder imperial que necesita la tortura para asegurar y ampliar sus dominios, porque ese poder está mucho más loco y es mucho más perverso que los instrumentos que utiliza. Y nada tiene de anormal que un poder atrozmente injusto utilice métodos atroces para perpetuarse.

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Nada tiene de anormal, tampoco, que esos métodos atroces no se llamen por su nombre.
Europa sabe que donde manda capitán no manda marinero. La declaración de la Unión Europea contra las torturas en Irak no mencionó la palabra tortura. Esa desagradable expresión fue sustituida por la palabra “abusos”. Bush y Blair hablaron de “errores”. Los periodistas de la CNN y de otros medios masivos no pudieron utilizar la palabra prohibida.
Años antes, para que los prisioneros palestinos fueran legalmente triturados, la Suprema Corte de Israel había autorizado “las presiones físicas moderadas”. Los cursos de torturas que desde hace mucho tiempo reciben los oficiales latinoamericanos en la Escuela de las Américas se denominan “técnicas de interrogatorios”. En el Uruguay, que fue campeón mundial en la materia durante los años de la dictadura militar, las torturas se llamaban, y se llaman todavía, “apremios ilegales”.
Según Amnistía Internacional, la venta de aparatos de tortura en el mundo es un brillante negocio para unas cuantas empresas privadas de los Estados Unidos, Alemania, Taiwan, Francia y otros países, pero esos productos industriales son “medios de autodefensa” o “material de control de la delincuencia”.

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En cambio, sí mencionaron la palabra tortura, con todas sus letras, los encuestadores que interrogaron a la población de los Estados Unidos en el año 2001, poco después del derrumbe de las torres de Nueva York. Y casi la mitad de la población, el 45 por ciento, contestó que la tortura no le parecía mal “si se aplica contra los terroristas que se niegan a decir lo que saben”.
Seis años antes, sin embargo, a nadie se le hubiera ocurrido torturar al terrorista Timothy McVeigh cuando se negó a dar los nombres de sus cómplices. La bomba que McVeigh puso en Oklahoma mató a 168 personas, incluyendo muchas mujeres y niños, pero él era blanco, no era musulmán y había sido condecorado en la primera guerra de Irak, donde aprendió a cocinar puré de gente.

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Contra el terrorismo, todo vale. Lo ha proclamado el presidente Bush, en mil ocasiones; y lo ha repetido el eco Blair. Ambos continúan brindando por el éxito de sus cruzadas. Siguen diciendo: “El mundo es ahora un lugar mucho más seguro”, mientras el mundo estalla y cada día la violencia genera más violencia y más y más.

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Guantánamo es el símbolo del mundo que nos espera. Seiscientos sospechosos, algunos menores de edad, languidecen en ese campo de concentración. No tienen ningún derecho. Ninguna ley los ampara. No tienen abogados, ni procesos, ni condenas. Nadie sabe nada de ellos, ellos no saben nada de nadie. Sobreviven en una base naval que los Estados Unidos usurparon a Cuba. Se supone que son terroristas. Si son o no son es un detalle que no tiene la menor importancia.
Allí fue donde el general Ricardo Sánchez ensayó treinta y dos formas de tortura, llamadas “tácticas de presión e intimidación”, que luego implantó en las prisiones de Irak.

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Desde el derrumbe de las torres de Nueva York, la tortura viene recibiendo numerosos elogios. Se ha desencadenado un bombardeo de opiniones jurídicas y periodísticas abierta o veladamente favorables a este método institucional de violencia, aunque nunca, o casi nunca, lo llaman como se llama. Estas apologías de la infamia, que provienen del poder, o de fuentes cercanas, sostienen que la tortura es legítima para defender a la población desamparada ante las amenazas que acechan, porque hay medios de lucha de moralidad dudosa que resultan inevitables contra los inescrupulosos asesinos que practican el terrorismo y lo promueven y que jamás dicen la verdad.
Pero, si así fuera, ¿a quiénes habría que torturar? ¿Quiénes son los hombres que más han mentido en este siglo veintiuno? ¿Quiénes son los que más inocentes han matado, sin ningún escrúpulo, en sus guerras terroristas de Afganistán y de Irak? ¿Quiénes son los que más han contribuido a la multiplicación del terrorismo en el mundo?

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Ahora abundan los sorprendidos y los indignados, pero la tortura no fue utilizada por error ni por casualidad contra la población iraquí. Las tropas de ocupación la emplearon como era costumbre, por órdenes muy superiores, a sabiendas de lo que hacían y de para qué lo hacían. ¿Para qué? No hay ninguna prueba de que la tortura haya servido nunca para evitar ni un solo atentado terrorista. En el caso de Irak, ni siquiera ha sido útil para capturar a ninguno de los prófugos importantes. El más, Saddam Hussein, no cayó gracias a la tortura sino gracias al dinero que compró a un soplón.
La tortura arranca informaciones de escasa utilidad y confesiones de improbable veracidad. Y sin embargo, es eficaz. Por eso se ha aplicado y se continúa aplicando: lo que es eficaz es bueno, según los valores que rigen el mundo. La tortura es eficaz para castigar herejías y humillar dignidades, y sobre todo es eficaz para sembrar el miedo. Bien lo sabían los monjes de la Santa Inquisición y bien lo saben los jefes guerreros de las aventuras imperiales de nuestro tiempo: el poder no emplea la tortura para proteger a la población, sino para aterrorizarla.
¿Será tan eficaz como el poder cree que es?

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