CONTRATAPA
Verdes
› Por Antonio Dal Masetto
Los parroquianos del bar dejamos de lado todo orgullo, damos vuelta los bolsillos de pantalones, sacos y camperas, y nos mostramos unos a otros que adentro solamente hay pelusa. Ni siquiera una moneda partida al medio. El Gallego saca el cajón de la caja registradora, lo da vuelta sobre el mostrador y lo único que cae son un par de clips y un montón de facturas impagas. Miseria total.
–¿Por qué no me pasará de nuevo lo que me pasó en enero? –suspira el parroquiano Arturo–. Qué lindo sería. Pero la suerte debe ser como el rayo, difícil que caiga dos veces en el mismo sitio. Iba en el 101, mirando por la ventanilla, y veo al lado del cordón de la vereda un rollito que me pareció que eran billetes. Me tiré en la parada dos cuadras después, volví corriendo y ahí estaba, esperándome. Doscientos dólares en billetes de veinte, atados con una goma. Me salvó el mes.
–Lo felicito. Para estas cosas hay que tener el ojo atento y los reflejos muy rápidos –dice el parroquiano Osvaldo–. Yo, hace menos de una semana, en Corrientes y San Martín, distinguí unos verdes en el suelo, doblados, me pareció que eran billetes de cien, apuré el paso y ya casi los tenía, pero una ancianita que estaba en la vereda de enfrente cruzó como una saeta esquivando los autos, recogió los verdes de un manotazo delante de mis narices y siguió de largo como una gaviota que acaba de atrapar un pez. Me dejó con el brazo estirado y la mano abierta.
–Los verdes son así, igual que las liebres, pueden saltar en cualquier parte –dice el parroquiano Jorge–. Mi primo Coco que estudia medicina le compró unos libros a la viuda de un médico y se puso a hojearlos mientras volvía a su casa en colectivo, ¿y qué había ahí?, cada veinte o treinta páginas, planchadito, un billete de diez. Se alzó con trescientos dólares.
–Ahora que tocaron el tema les voy a contar una historia también de hace muy poco, triste en cierto sentido pero con un final feliz en otro sentido. La abuela Rosina, 96 años, jubilación mínima. Toda la parentela colaboraba con lo que podía para los medicamentos y cada peso que uno ponía era un parto. Y cuando Rosina se despidió definitivamente de nosotros hubo que afrontar más gastos. En medio del dolor y la preocupación por la falta de dinero, preparamos café, sacamos el juego de porcelana del casamiento de la abuela que ella nunca usaba y cuando fuimos a llenar la azucarera, surprise, novecientos dólares.
–Yo tengo el caso de mi primo, recién casado, sin un mango –dice el parroquiano Nicolás–. Alquiló un departamentito de pasillo, se puso a hacer unos arreglos, empezó por el placard al que le faltaban unos estantes, las tablas no entraban, metió la mano en el hueco del parante, sintió que había unos papeles, ¿y a que no saben qué era?
–Verdes –gritamos todos.
–Efectivamente, quinientos dólares prolijamente encanutados.
–Señores, ha quedado en evidencia que hay dólares por todos lados –dice el Gallego–. Solamente es cuestión de saber encontrarlos. Hay que tener el ojo atento y el pensamiento siempre puesto en dirección de los verdes. ¿Quién me puede asegurar que el anterior dueño de este bar no haya escondido algunos fajos por ahí y después se olvidó dónde los había metido?
–Tiene razón, Gallego, acá tiene que haber dólares.
–Pueden estar en los depósitos de agua de los baños, en las paletas del ventilador de techo, en las cañerías, dentro de las patas de las mesas, en la máquina de café. Pero tengo el pálpito de que el tipo los escondió debajo del piso. Seguro que los metió ahí. Yo toda la vida fui un buen escondedor, y el que es buen escondedor es buen encontrador. Ya estoy agarrando una barreta y me pongo a trabajar.
–Si hay dólares en este bar, ¿por qué no va a haber en mi casa? –Y en la mía.
–En la mía también.
–En la casa de todos hay dólares.
–¿Qué estamos esperando?
Y mientras el Gallego empieza a desclavar las tablas del piso salimos corriendo a explorar las prometedoras zonas oscuras de nuestros hogares.