CONTRATAPA
Recuerdos del futuro
› Por Rafael A. Bielsa
Al fútbol le importan principalmente dos tiempos: el presente y el pasado. El futuro, menos. A fin de cuentas, ¿de qué asombrarse?: los partidos también tienen dos tiempos.
Por ejemplo, ¿quién piensa, cuando está por salir campeón o termina de perder el clásico, en ese pibe de la quinta que pinta para crack? Cuando uno vuelve a su casa reconfortado por una categórica demostración de idoneidad que terminó 3 a 0, o desmoralizado por una derrota que le tiró el cielo por la cabeza, ¿alguien cambia de estado de ánimo jugando en la imaginación con los jugadores que estarán en Primera División dentro de tres temporadas? No he visto a nadie peinarse esmeradamente luego de que su equipo marcara un gol, encandilado por la cita que tendrá al día siguiente con la más linda del barrio. En cambio, se es tan feliz o tan desdichado en el momento mismo del fútbol, que esos sentimientos, al mismo tiempo que suceden, se cuelan dentro de una crisálida de pasado a través de cuya cubierta de ópalo los veremos mientras vivamos.
Después, promediando la vida, emerge el olvido bienhechor de la desmemoria, que combina según sus cánones arbitrarios certezas y azares. Eso fue lo que me sucedió con el partido que jugó la Selección Argentina el 16 de junio de 2002, desde las 15.30 hora local, contra Dinamarca en el Gran Ojo, el estadio de Oita.
Recuerdo como si fuera hoy a los once del Loco: el goalkeeper era el Mono Burgos; de half derecho jugaba Pochetino, los fullbacks centrales eran Ayala y Samuel, y el half izquierdo Sorín; el insider derecho fue Zanetti; el centerhalf, Almeyda y el insider izquierdo Verón; de wing derecho jugó el Burrito Ortega; de scorer, Crespo y de wing izquierdo, Christian González.
Todavía se me pone la piel de gallina cuando pienso en el momento en que una banda japonesa tocó el Himno nacional. Los muchachos, con sus pantalones negros de brin sanforizado y las camisetas celeste y blanca de piqué triple hilado, parecían ya las estatuas de los héroes en los que se convertirían. Sorín, nervioso como un padrillo, se pasaba la mano por la cabellera peinada con fijador Palmolive con escamas de goma tragacanto de Persia; Ortega mascaba en abstracto como si ya hubiese emprendido una corrida victoriosa por la banda derecha, y al Mono Burgos le corría un lagrimón patriótico por la mejilla chimpancesca.
Dinamarca formó con Sorensen; Stig Tofting, Henriksen, Laursen y Jan Heintze (casi el mismo apellido que un “3” de Ñuls que sabía con la pelota, y que luego de unos pocos partidos fue vendido al extranjero, antes de llegar a ser nacional); Thomas Helveg, Gravesen y Rommedahl; Jon Tomasson, Martin Jorgensen y Ebbe Sand. Soplaba un viento amarillo y oblicuo cuando comenzó a rodar la pelota y, como era de madrugada en Argentina, yo me había preparado un amaro Monte Cudine (en realidad más de uno) y, mientras veía la transmisión por tele sin voz, escuchaba a Víctor Hugo con un receptor Cleveland con parlante extrapesado.
A los tres minutos de juego, el centrodelantero danés Jorgensen aprovechó una distracción del Ratón Ayala, y con un tiro de puntín puso adelante a nuestros rivales. Tomado por las cámaras exteriores, el estadio parecía un fruto semiabierto de palo borracho, y por las interiores un enorme stand de la Sociedad Rural. En el letrero de Alumni, que estaba en un ángulo como a 30 metros de altura, un japonés de pantalón blanco, blazer y gorra movió la chapa: “Argentina 0-Dinamarca 1”. Yo había leído que Jorgensen solía concurrir a Beppu, una fuente de agua termal de la región de Oita, situada en un paraje al que se denominaba “jigoku”, algo así como “zona del infierno”, y que de estos manantiales obtenía su fuerza. Maldije comprobar que era cierto. A los veintiún minutos del primer tiempo, doble pared entre Orteguita y Verón, en tres cuartos de cancha sobre la derecha, la Brujita que hace pasar el tiento de la pelota por el ojo de la aguja que formaban Henriksen y Laursen, Crespo la hechiza en el punto del penal y el arquero Sorensen se lo lleva puesto como una motoniveladora Caterpillar en bajada por las calles de San Francisco. Penal, y nuestro scorer es sacado en camilla.
Mientras a un costado del campo le frotaban la canilla con Linimento de Sloan, Verón cobró la falta con una calidad de diestro taurino y puso el uno a uno. La publicidad de aquella época consistía en descomponer la pantalla del televisor en cubos que instantáneamente se transformaban en cuadrados y, mientras que en el central repetían la jugada, en los laterales aparecía propaganda, de modo que si uno seguía la línea imaginaria de la pelota que acababa de patear nuestro crack, se topaba con un cartel que decía: “motorice su bicicleta. ‘Cúcciolo’. El motor a cuatro tiempos más liviano, potente y económico”; o con una rubia platino que ronroneaba: “Si usted aprecia lo moderno: americano Manon, la última palabra en vermouth”.
Casi al final del primer tiempo, Crespo marcó el segundo. Fue como consecuencia de una filtrada de Sorín, que le pegó algo mordida, rechazó más mal que bien Thomas Helveg, y nuestro scorer metió un fierrazo a media altura que casi rompe la red.
Los daneses se nos vinieron encima al comenzar la segunda mitad, pero sin crear peligro. Sólo Pochetino tenía algunos problemas con Sand, pero los oportunos cruces de Ayala, más la colaboración de Almeyda y de Zanetti, alcanzaron.
A los cuarenta minutos, corner a nuestro favor. Desde la derecha, lo hace abierto Verón. Metió tal frentazo Ayala, que no hubiese extrañado si la pelota se desinflaba y se le quedaba adherida a la frente como un chicle globo, en lugar de entrar entre la mano postrera del arquero y el travesaño. El goalkeeper quedó desmadejado sobre el piso, con una nube de jejenes jóvenes alrededor que lo atormentaba en su abandono, nimbado de una ceniza electrolítica, la ceniza con que se bañaban los guerreros antiguos para hacer tolerable la derrota. En los cuadrados publicitarios, Juan Manuel Fangio recomendaba comer Kero, rico en dextrosa, y la librería Atlántida anunciaba que acababa de aparecer el Libro del Corresponsal Comercial. Ganamos tres a uno, de orejita parada y sin despeinarnos.
Como ya he dicho, a mediados de la vida el recuerdo selectivo comienza a olvidar por nosotros. En consecuencia, no puedo acordarme de cómo salimos en ese mundial. Pero el partido Argentina-Dinamarca, jugado en el Gran Ojo de Oita, ése sí que no me lo saco más de la cabeza.