Vie 23.07.2004

CONTRATAPA

De una sola pieza

› Por Susana Viau

Se suele hablar de la “izquierda de café” o, con más glamour, de “la gauche divine”. Si uno lo ha visto en las fotos, a bordo de su barco, navegando con una de sus últimas mujeres (¿la última?), una rica heredera suiza, podría haber pensado que Antonio Gades era eso: un bon vivant que, además, se daba el lujo de ser marxista. Sin embargo, Gades era un tipo de primera. La convicción con que defendía su visión del mundo fue la que produjo una conversión impensable para los españoles: mató a Marisol, un subproducto del franquismo, la tonta rubita de ojos claros, nuera de Goyanes, el zar del espectáculo, y la hizo renacer como Pepa Flores –Josefa Flores– militante comunista, del comunismo más radical, la que una vez separada de Pigmalión y unida a un chileno desapareció de las pantallas y se ocultó para siempre en su tierra natal.
Gades no podía sino ser solidario con los exilios. Siempre lo fue con el nuestro. Contra lo que solían hacer ciertos próceres latinoamericanos, nunca retaceó ni su participación ni su nombre al pie de un manifiesto. Recuerdo que una noche lo llamé para pedirle, precisamente, su firma. Tal vez fuera un reclamo por la libertad de los presos, o más probablemente contra la Guerra de Malvinas. Le ofrecí acercarle el texto y contestó: “No, mujer, basta con que me lo leas”. Leí, colgada del público y dijo: “Totalmente de acuerdo, ponla, ponla”. Luego agregó: “Pepa no está pero pon la suya también. De lo contrario se va a enfadar”.
Me parece que guardo aún la foto que por esos tiempos le tomamos durante una marcha anti OTAN a la base americana de Torrejón de Ardoz. Gades no faltaba jamás a la cita y en esa ocasión lo hizo en coche, al ritmo lento de la manifestación, porque tenía una pierna enyesada. Ni siquiera los hombres podían sustraerse a ese rostro bellísimo de pómulos altos, salientes y ojos gatunos que se asomaba lleno de cordialidad para saludarnos por la ventanilla. Pero no sólo tenía una hermosa cara, tenía una cara decente. Gades llevaba la ideología estampada en la piel, condición que se prueba en circunstancias difíciles. Como la que le tocó vivir cuando un chico acuchilló a su hermano a la salida de un bar de Madrid para robarle la campera. La tele y las radios quisieron saber qué sentía él, tan comprensivo con los marginales. En realidad no le hacían preguntas, lo sometían al test Blumberg. Gades dijo lo que uno esperaba que dijera. A su hermano no lo había matado ese muchachito, lo habían matado la desocupación, la pobreza y la droga. El asesino de su hermano era instrumento, un desdichado. Pues bien, cuando vi en el noticiero de TVE el furgón que lo llevaba con discreción al Cementerio de la Almudena para ser incinerado y que sus cenizas fueran después esparcidas en Cuba, según dejó indicado, tuve la certeza de que se había ido un hombre digno, de una sola pieza.
Y recién ahora que la escribo me doy cuenta de la perfecta definición que esto encierra: ser “de una sola pieza”. El noticiero, a continuación, lo mostró, ya estragado por el cáncer, respondiéndole a la cámara: “Si no me anuncié cuando vine, no voy a anunciar cuándo me voy”.

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