CONTRATAPA
El día del pobre de mí
› Por Susana Viau
Pamplona es una ciudad pequeña y si uno la camina de madrugada, a la luz de las farolas, el ruido de los pasos sobre el empedrado repica y sube hasta los pisos altos de las casas. En una de esas calles, la de la Estafeta, se concentran todas las resacas y todos los extranjeros (los “guiris”, como les llaman, sobre todo si son anglosajones) que se empecinan en participar pese a la borrachera y son los primeros en rodar en los encierros de San Fermín. El blanco y el rojo están en todas partes y el diario enrollado es el arma que, empuñada con sabiduría, hipnotiza al toro. Los sanfermines son cosa de hombres, un ejercicio de coraje inútil, multitudinario y de acción prolongada: una semana de revolcones, heridas de asta y cerebros formolizados por el calimotxo, el vino mezclado con gaseosa que muchos creen invento argentino. El 14 de julio el jolgorio se acaba: es el “día del pobre de mí”, una jornada en la que los muchachones que han inaugurado el rito con el “A San Fermín pedimos”, lo cierran entonando el “pobre de mí/ pobre de mí/que se han acabao las fiestas/ de San Fermín”.
Sí, los sanfermines son cosa de hombres pero, además, como la lidia, son fiestas bárbaras, espectáculos condenados por la progresía, el sentido común y, sin embargo, hermosos (el sentido común no concilia demasiado con la hermosura y la sensatez, para deslumbrar, debe rozar lo absoluto): guste o no guste, es incomparable la belleza de la tarde cayendo sobre el ruedo, cuando la sombra se extiende sobre la arena y las cuadrillas se retiran, despacio, con elegancia y la música del pasodoble a las espaldas; o cuando el torero sale a hombros por la puerta grande. He visto practicar a aspirantes en la Casa de Campo, mientras un ayudante con un par de cuernos de palo hace de toro bravo, un juego de niños en ese instante, un gag de Jerry Lewis que la vida puede convertir en tragedia. Alguno de esos aprendices, uno entre montones, tomará la alternativa y se lucirá en una plaza importante. A la mayoría la guía el mismo sentimiento que hace futbolistas a los futbolistas y boxeadores a los boxeadores: la ilusión de la fama y, más que nada en el mundo, la necesidad, el dinero. Es un oficio peligroso, claro, pero lo explicó con gran clase un torero mítico, el Espartero: “más cornadas da el hambre”, dijo. Las cosas como son.
Por aquí, esos fenómenos también tienen sus adeptos. La lidia se prohibió definitivamente en 1954 y, por extensión, la ley 14.346 sirvió para abortar, en 1993, el proyecto de una edición marplatense de los sanfermines. No hacía falta, porque por entonces había empezado a gestarse con enorme éxito una versión nacional de la fiesta. No iban a ser cientos sino millones los que correrían para no ser ensartados y el cuerno al que tratarían de sacarle el cuerpo era el del que había querido huir el Espartero, el cuerno de la miseria. Para ser francos, el nuestro no se trataba de un encierro sino de una trampa; Rafael Castillo o José C. Paz nunca serán Pamplona y el “día del pobre de mí” no es el 14 de julio sino que empieza para los corredores criollos cada mañana de las 365 que tiene el año. Hubo ciertos detalles que, no obstante, se adoptaron tal cual. Uno, el más significativo, fue la canción que repetían los jóvenes vascos y cuyo estribillo, muy pegadizo, se hizo carne en organismos del Estado, poderes de la República y partidos tradicionales de la Argentina. Es que sus diez sílabas sintetizan la filosofía de estos tiempos, la idea central está formulada con elogiable sencillez y va directo al punto, como una saeta: “Si te ha pillado el toro, jodeté”.