CONTRATAPA
La gran Casildo
› Por Juan Sasturain
Hay una verdad que se cifra en el nombre, como dijo el Maestro a propósito de Jacinto Chiclana. Y esos nombres, cuando pesan, no necesitan apellido. Así, en la literatura argentina hay sólo un Baldomero, un Macedonio y un Oliverio –los uruguayos poseen el único ejemplar registrado de Felisberto– y en el tango existe un Celedonio inconfundible. Del mismo modo, en la política nacional hay y habrá sólo un Herminio y un único Casildo. ¿Quién es Herminio? Cualquiera lo sabe: Herminio es el que quemó el cajón. ¿Y qué hizo Casildo?: Casildo se borró. Así de simple: como el marqués de Sobremonte o el Lobo Carrascosa, Casildo Herreras ha quedado inmovilizado en el gesto de sacar el cuerpo. En este caso, irse ha sido su forma de aparecer.
El nombre y la imagen de Casildo Herreras están íntimamente asociados a un tiempo y una condición: el gremialismo peronista de los años ’60 y ’70. Como Eleuterio Cardozo, Rogelio Coria, Florencio Carranza o Adelino Romero, Casildo participa –con detalles propios– de ese modelo sindical esquemático de simples apellidos criollos con viejos nombres de mucha entidad. A eso súmesele la campera como uniforme, el cuidado artesanal de la apariencia, el eventual toque cosmético en el pelo, y se tendrá el modelo terminado. En el caso del textil, el bigotito recortado de peluquero de barrio con algún milímetro de luz en la parte superior era su marca registrada.
Del itinerario político de Casildo no hay mucho u original que decir. Hizo el escalafón gremial, pasó de la militancia juvenil como delegado de fábrica a la conducción de la AOT, después creció en las 62 hasta el ascenso a la cumbre burocrática. La bisagra de su vida es el oportuno, pero caro espiante y la decadencia ya fuera de contexto: interlocutor externo de Massera y auténtico apestado político a partir de su regreso en el ’83. En su caso, el borrón no le permitió la cuenta nueva.
Porque la cosa fue así: a Herreras –mojón visible entre el finado / asesinado Rucci y el verborrágico Ubaldini que llegaría a y con la democracia– le tocó ser secretario general de la CGT en los años del desgobierno de Isabel Perón, las siniestras correrías de la Triple A de Lopecito y la ominosa sombra creciente de los milicos. Eran momentos duros para circular entre los dos o más fuegos que ya entrenaban para el incendio programado a plazo fijo. Fue entonces que Casildo, orgánico de las 62 de Loro Miguel, pero atento más que nada a las entretelas de su corazón y a la elasticidad de sus esfínteres, sobre la hora del 24 de marzo del ’76 hizo cuentas, calculó eventuales riesgos y beneficios y se tomó –con pretexto gremial o no: nadie le creería– el literal buque. Lo demás es verdad legendaria. Al hacer pie en muelle uruguayo le acercaron un micrófono caliente: “¿Qué pasa en Buenos Aires, Herreras?” Y ahí el de bigotito recortado entró sin pudores en la historia con La Gran Casildo: “Ah, no sé: yo me borré”. Hasta España no paró.
El acto y la expresión “borrarse” viene –más allá de otros usos– de una jerga popular hoy un poco olvidada: la de los burreros. En las carreras de caballos se menciona, cada vez, a los “borrados”. Son los que estaban anotados para correr, pero que finalmente no se presentan en las gateras a la campana de largada. Por eso, cuando se da el marcador final de una carrera se menciona antes que nada a los que “no corrieron”. Son los borrados. Y suelen ser muchos. Herreras no sólo lo actuó sino que lo dijo. De ahí su “error”.
La frase de Casildo fue su ruina política. Para adentro, le quedó el estigma; para afuera, la dejó picando. Los milicos hicieron un cínico jingle de convocatoria constructiva y participativa a la genérica juventud que decía: “No te borrés, que te necesitamos...”. Y en el aire quedaba escarnecida la imagen de Casildo autodesdibujándose con una gigantesca Dos Banderas. No hubo piedad para él. ¿Por qué? Porque hizo la de Barrionuevo (su discípulo: empezó con él) dijo la cínica verdad.
Sin embargo, aunque parezca simple, hay más de una manera de leer La Gran Casildo. Desde la idea brutal de que las ratas son las primeras en abandonar el barco a descripciones menos simplistas. Porque más allá de este caso puntual, la borratina burrera que está en el origen de la expresión es un gesto especulativo, pero no puede asimilarse al ademán de cobardía. Es solamente la elección que hace un competidor de las circunstancias más favorables para confrontar: la correlación de fuerzas, los rivales ocasionales, el terreno o las reglas de la disputa. Se puede llegar hasta Lao Tsé para fundamentar este tipo de gestos o mirar las peleas de Nicolino Locche para entender de qué estamos hablando. Locche rehuía el combate, pero no era precisamente un cobarde... Se trataba, como en el arte de la guerra oriental, de una saludable decisión estratégica. No era el caso de Casildo, claro, pero puede suponerse que ha sido el de otros sospechados de borrados históricos, siempre en discusión.
Desertar, escapar, renunciar, irse simplemente. Con el acto genérico de borrarse, uno puede sacarle el cuerpo a un peligro, a un riesgo de fracaso, a un castigo, a una complicidad (“quedar pegado”), a una responsabilidad o a la simple muerte a plazo fijo. O al mundo en general, incluso. Por eso, borrarse puede ser –sin prejuicios– tanto una declaración gestual de miedo, como de sentida impotencia o de asco. San Martín, sin ir más lejos, se borró a conciencia. El suicidio mismo suele ser leído como suprema borrada.
De Fernando Redondo a Chacho Alvarez, el borrado con renuncia principista –a la Selección Nacional, a la vicepresidencia de la Nación– ha tenido buena prensa coyuntural y tiende a la mala prensa histórica. Lo que se subraya en la coyuntura, para valorar la renuncia, es de dónde te vas; lo que se discute históricamente, para calificarlo de borrada, es adónde te fuiste. En una sociedad que sobrevalora cínicamente a los triunfadores cagándose en las reglas de la supuesta competencia, no es fácil renunciar sin ser sospechoso de algo.
A mí, sin embargo, me siguen resultado más sospechosos o peligrosos los que no se borran nunca; los eternos reciclados que se anotan en todas. A ésos no les importa nada.