Vie 06.08.2004

CONTRATAPA

Ciudades de Dios

› Por Susana Viau

Es imposible explicar cómo puede uno andar por la vida sin haber visto Cidade de Deus, el gran fresco realista de la favela, dirigido por Fernando Meirelles. Yo, al menos, reencontré allí, en Cidade de Deus, a los niños que en 1977 me habían sacado la billetera en el ómnibus, frente a la Fundación Getulio Vargas, donde nos reuníamos, y a la veintena de “garotos” que me rodeó una mañana, girando como un remolino para tratar de arrancarme la cartera en plena avenida Copacabana, la “trombadinha”. Cualquiera de esos críos podría ser ahora el Zè Pequenho, un jefe de la droga, el garante del orden en los morros, porque, es ley, donde se come... He leído en algún lado que se describe a Zè Pequenho como “un asesino sin vestigios de conciencia”. En realidad, al Zè Pequenho no le falta conciencia: lo obligaron a descubrir, muy temprano, que, o se es mandado –y en consecuencia se es nadie– o se manda. Y para mandar hay que mirarlo todo desde arriba. El Zè Pequenho es el Calígula de Ciudad de Dios, un delirante, un loco, un tonto. El Zè es, sobre todo, un desalmado, lo desalmaron. Por aquellos años, con miras cortas, creí que ese espectáculo se correspondía con la pobreza, una pobreza contrastada, bien carioca, de mucamas con uniforme en la playa y bajo un sol de justicia, cuidando al bebé, mientras la madre-patrona cubría de ungüentos el cuerpo espectacular que luego correría hacia el mar.
Claro que me equivocaba suponiendo que el origen del estrago anclaba en la pobreza. En Río, en aquel paraíso donde las muchachas ricas descontrolaban en el Canecao y mostraban las nalgas apenas cubiertas con la camiseta del Flamengo o del Fluminense y sus padres subían a comer los miércoles al Concorde que llegaba al Galeao, la desigualdad emponzoñaba el aire, lo hacía irrespirable. Y me volví a dar con un canto en los dientes al pensar, como pensé, que era un mal de los arrabales americanos, un mal endémico de los países de periferia. La vida y la calle iban a enseñarme que aún no había entendido nada porque en Madrid, cuando los barrios obreros se convirtieron en territorios de desocupados, yonkies y camellos en tanto las clases altas entraban en la modernidad, también crecieron hermanos del Zè Pequenho: era el muchachito que al mostrarme un billete nuevo me forzó a preguntarle “¿Recién ganado?” y me contestó con una sonrisa: “Recién robado”; era el que estuvo toda una tarde recostado contra una pared de la “milla de oro”, con los ojos perdidos y la nariz mocosa de pegamento, mientras me intimidaba mostrándome la punta de la navaja que llevaba entre los calzoncillos.
Y seguramente también pertenece al estatuto de la inequidad lo que me pasó días atrás en la puerta del supermercado. Llegué apurada con el taxi y dos niños se acercaron al auto. El más grande, como de doce años, se empinó y por la ventanilla apenas abierta pidió una moneda. El chofer se la dio. El más chiquito, de siete u ocho, fiscalizaba la situación y le indicó “pedile más al chabón, pedile más”. No levantaba un palmo y sin embargo parecía ser el que manejaba las cosas. Una insanable banalidad me llevó a abrir la bocaza y hacerle al mayor un comentario que, en el fondo, en el fondo, buscaba establecer complicidades. “Está reloco tu amigo”, le dije sin pensar que me deslizaba a una región que nunca terminará de serme conocida. El chiquito preguntó: “¿Qué te dijo? ¿Qué te dijo?”. El amigo, obediente, le contó: “La señora dice que estás reloco”. Al niño, o a lo que debió ser un niño, algo debió sonarle mal. Pensó un segundo. Luego me miró con indiferencia, me midió de arriba a abajo y con una voz sin emotividad, ni de chico ni de adulto, me advirtió: “Estoy reloco, pero te puedo matar”.

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