CONTRATAPA
Medialunas
› Por Osvaldo Bayer
Dan el film Bolivia. Yo lo hubiera llamado “Buenos Aires”. Porque la agudeza del director nos lleva a un boliche –churrasquería, bar, café– de cualquier barrio de Buenos Aires, que pinta tal cual es nuestra sociedad hoy, nuestra ciudad, su pasar, su idiosincrasia. Una pintura fiel, con un boliviano, por supuesto, que cumple y trabaja, pero ojo con él, no es un esclavo; y una paraguaya que atiende a los parroquianos y se calla la boca, mientras los argentinos, bien argentinos, son los que hablan. En su idioma. Una pintura exacta de lo diario, de lo que ha hecho el argentino de la Argentina.
Mientras en la churrasquería del film Bolivia se sustenta el drama de los días inhumanos de nuestras calles y nuestros interiores, pasemos a ver ahora el otro film diario de la realidad argentina. Pudimos ver por televisión cómo la Policía Federal, en un banco extranjero, daba la paliza merecida a los ahorristas a quienes, desde el poder oficial, se les habían incautado sus ahorros.
Aquí ya tenemos otro film para el director Caetano: la historia de Argelia, una gorda tucumana que fue a reclamar sus 1200 dólares que necesita para el dentista. La tiraron al suelo, la dieron vuelta y le pusieron las esposas por la espalda mientras el valiente policía federal le tiraba de los cabellos, todo en la forma más violenta, mientras los golpes oficiales la llenaban de magulladuras. Una estampa como aquellas que nos relataban de los días anteriores a la Revolución Francesa, cuando las cohortes de los poderosos apaleaban a los niños hambrientos de antemano para que ya no tuvieran ganas de pedir pan. Esta vez no es cine, sino pantalla de televisión: dar su merecido a quien es pobre. Los rostros de los uniformados tirando gases en los ojos. Una escena para un cuadro de época. Y después, presa. La suerte de Argelia, la tucumana que en vez de recibir el dinero para el dentista recibió un puñetazo federal en la boca que le rompió el colmillo. Mi país argentino.
Fui al velorio del custodia de Ruckauf para comprender bien la época, el escenario, los actores. Impresionante: cien, doscientos comisarios vestidos de gala, con condecoraciones, breeches y botas, algunos con cascos imponentes, todos gordos con rostros relevantes del gozo óptimo de la vida; no nos explicamos cómo entraron en sus uniformes, nos imaginamos que entre dos o tres los ayudaron a ceñirse las prendas del azul distintivo. Nadie lloró. La cara desencajada de Ruckauf, con su risa chacalina helada, gritando a algunos desaforados: “Vayan a gritarles a los jueces”. Vayan a gritarles a los jueces. La justicia. Pienso entre admirado y sorprendido: ¿Ruckauf, la justicia? ¿El, que fue miembro del gobierno de las Tres A, pidiendo justicia? ¿Por qué no pidió justicia aquel 7 de setiembre de 1974 cuando fue asesinado por subversivo el bebé de cinco meses Pablo Gustavo Laguzzi, hijo del rector de la Universidad de Buenos Aires de ese entonces? Los autores de este horrible crimen fueron las Tres A del gobierno peronista de Isabel, López Rega y Ruckauf. “Vayan a gritarles a los jueces”, se oyó la voz ya casi descompuesta de Ruckauf en el velorio del policía en el cual nadie lloró. Mientras el presidente Duhalde pedía más penas para los delincuentes que atacan a la policía de los argentinos. Pero no para los policías argentinos del gatillo fácil que matan a adolescentes. Yo me ofrezco para llevar al señor presidente de la mano hasta su barrio, Lomas de Zamora, y mostrarle cómo lo dejaron él y sus intendentes de la patota a su barrio. ¿Y este señor quiere llevar a cabo la gran cruzada de salvar a la Argentina? Sería muy bueno invitar a los corresponsales extranjeros a pasear por Lomas de Zamora y decirles: “Este es el futuro del país argentino”. Nos duelen todos los palos a la tucumana Argelia, que quería su plata ahorrada. Vaya ingenuidad. No, no, la clave está en la “más justicia” que pide Ruckauf, en el más castigo para los delincuentes de villas, que son causantes del gran drama argentino. Idea profunda del estadista que supimos conseguir, marca Tres A en el orillo. Duhalde habla a todo quien lo quiera escuchar de “prisión perpetua” para todos los matadores de policías.
Recomendamos a esos dos estadistas que lean el excelente estudio que realizó el Colectivo de Organizaciones No Gubernamentales Argentinas sobre la aplicación de la Convención sobre los Derechos del Niño. Un estudio que sin ninguna duda adoptará en breve Naciones Unidas. Se trata de especialistas y científicos sociales que se basan principalmente en estadísticas oficiales. Uno queda atónito cómo el Estado mismo reconoce lo bajo que hemos caído.
Tomemos, por ejemplo, un párrafo de ese estudio que nos habla del período de Ruckauf como gobernantes del territorio bonaerense. El capítulo se titula: “Los años recientes. El caso de la Provincia de Buenos Aires”. Y dice: “Los efectos del discurso y de las prácticas sustentadas por el Estado provincial de Buenos Aires se manifiestan claramente en los hechos acaecidos durante los años 2000 y 2001. De acuerdo con las denuncias o por el estado público que han tomado ciertos casos, se han registrado 61 casos de gatillo fácil en dichos años. De ellos, 25 corresponden a menores de 18 años. Es decir, un 41 por ciento de las víctimas son menores de 18 años”. “Resulta pertinente –continúa– presentar un análisis de lo sucedido durante los últimos años en un área de la denominada Zona Norte de esa provincia. Las víctimas allí registradas componen un grupo heterogéneo en su procedencia. Sin embargo, se puede efectuar una primera categorización: entre las víctimas se encuentran quienes se quedaron en el medio de un tiroteo porque estaban en la zona en el momento del mismo, y quienes eran “sospechosos” de estar involucrados en un hecho delictivo y fueron ajusticiados por las fuerzas de seguridad. Estos últimos componen el grupo con mayor cantidad de víctimas. Algunos de ellos son asesinados por no querer aceptar delinquir para la policía o pagar el “peaje” impuesto por miembros de la fuerza para mantenerse activos en el delito. Esta situación revela la existencia de un sistema de convivencia de las instituciones policiales con el ‘mundo del delito’; evidencia procedimientos ilegales y paralelos de represión y da cuenta de la incapacidad del Estado para depurar sus instituciones represivas y los efectos que estas producen sobre el delito”. Estos datos se completan con las comprobaciones que sólo 9 de los policías muertos en este año estaban en servicio de un total de 49.
Por más que nuestros estadistas Duhalde y Ruckauf soliciten más castigo como solución para parar a la delincuencia, estas cifras lo dicen todo. Cualquier persona honesta se da cuenta de que por aquí empieza el drama argentino y no en la supuesta maldad pecaminosa de quienes se apartan de las normas de la sociedad: “En octubre de 2001 –nos dice el informe citado– la población por debajo de la línea de pobreza es de 41,4 por ciento, es decir, 14.961.914 argentinos. La incidencia de la pobreza en los menores de 18 años es del 58,6 por ciento, es decir, 6.939.527 niños y adolescentes (casi 530.000 más que en mayo del mismo año). En el grupo de 6 a 12 años la incidencia es aún mayor, del 60,8 por ciento. De aquí la posibilidad de afirmar que la incidencia de la pobreza entre los menores de 18 años es mucho mayor que en el resto de la población”. Bien, ¿qué significan estos millones de niños pobres dentro de diez años? ¿Se corregirán con las nuevas leyes de penalidades de Duhalde o los gritos contra la justicia de Ruckauf?
Si seguimos esa línea de pensamiento, ante el agravamiento de los delitos podría aplicarse el método Tres A, del que sabe mucho Ruckauf o directamente proceder al desalojo de las villas miseria para proteger así a nuestra Policía Federal. Cuando el único razonamiento exacto es: todo gobierno en el cual han crecido las villas miseria es un mal gobierno. Y si vemos las estadísticas: desde la dictadura siguen creciendo sin pausa y con prisa.
Vivo desde 1933 en Belgrano. La primera vez que he visto dormir chicos en las veredas y en los umbrales es ahora. Ni siquiera se ponen un diario debajo. A veces duermen durante todo el día. Tal vez han llegado hasta aquí huyendo del gatillo fácil. Todos tienen el hermoso color de la tierra y ojos grandes. Salgo a caminar temprano. Diviso una mujer más bien pequeña. Sale de la panadería. Lleva paquetitos envueltos en papel de estraza. Despierta uno a uno a los chicos de la calle dormidos y le da un paquetito. Los chicos se despiertan, abren los envoltorios: son medialunas. Se ponen a comer sin dar las gracias ni saludar.
Me da curiosidad y le pregunto a la mujer:
–¿Por qué les da medialunas y no pan, que es más barato? –le digo.
–Para que ellos vayan aprendiendo que también tienen el derecho a gozar de otras cosas –me dice, dura, como si yo fuera un entrometido.
La veo alejarse. Es pequeña, tiene la misma estatura que la frágil Rosa Luxemburgo, la bella alma, la revolucionaria eterna, con su cráneo destrozado por los esbirros uniformados.
–Tal vez Rosa –pienso– hubiera procedido igual que esta mujer.
Se da vuelta, me mira, cree que soy un policía. Y no, la sigo observando porque he empezado a admirar a esa sencilla mujer de mi barrio.
Por eso, señores Duhalde y Ruckauf: ni subir las penas de prisión, ni meterles gatillo fácil. Medialunas.