CONTRATAPA
La condición humana en llamas
› Por José Pablo Feinmann
Claro que hay que seguir escribiendo sobre el supermercado de Asunción. Esa no es una noticia. O no debemos dejar que lo sea. Si lo fuera desaparecería en unos días. Se olvidaría como se olvidan las torturas en Irak o los decapitamientos y hasta el terror desaforado que Bush intenta inyectar en los futuros votantes para que, aterrorizados, lo voten a él, al rudo texano, al macho man que habrá de salvarlos. Ese hipermercado de Asunción invita a detener el vértigo informático (que todo lo diluye) y pensar sobre la relación entre la orden empresarial de cerrar las puertas, las mercancías que se buscó proteger y los cientos de humanos carbonizados hasta los extremos del espanto. Por decirlo claro: la Humanidad no es la misma después del incendio del hipermercado que antes. No es que haya cambiado. No, al menos, por completo. Pero se acentuaron sus peores tendencias. Entonces es, ahora, otra. Su equilibrio es otro. Su lado sombrío es mayor. O sus tendencias más tanáticas se han explayado con fuerza irrebatible. De aquí que el acontecimiento “hipermercado de Asunción” (que postula: antes las mercancías que los sujetos) tenga una densidad que haga de él más que un acontecimiento: esa densidad se relaciona con la condición humana. Ahí, en ese terreno del horror, de los cuerpos carbonizados, se está jugando toda concepción que podamos tener del hombre y su acción sobre este mundo. Se ve demasiado cargado este acontecimiento. Tiene demasiado espesor. Nos plantea cuestiones esenciales. Y ya es hora de plantearse otra vez este tipo de cuestiones. El incendio del hipermarket desafía nuestra concepción de la humanitas. ¿Qué es el hombre, para qué está en este mundo, priva en él la pulsión de muerte o hay otro horizonte? ¿Qué ha hecho el capitalismo con el hombre? ¿Se debe su persistencia, su éxito a que expresa y hasta exalta la capacidad humana de trocarse en bestia asesina para proteger las mercancías que produce? Y que nadie tolere que se argumente aquí que todos los “otros” sistemas han demostrado ser peores. Basta del chantaje que postula “esto es lo que hay y lo mejor que puede haber”. No necesito postular la posibilidad de algo superior para decir que esto terminará con el hombre y hasta con el planeta en un tiempo no muy dilatado. Hablamos de esto: de un sistema que produce empresarios dueños de mercancías que, para protegerlas, cierran las puertas de un hipermarket y posibilitan la muerte de cientos de sujetos por calcinación de sus cuerpos vivientes. El dueño del hipermarket de Asunción no es “él”. No hay un culpable. Ese señor es el homo capitalista en acción, en ejercicio de su ética, de su concepción del mundo.
Este sistema se basa en la producción de mercancías. Las mercancías surgen del trabajo. El trabajo es la relación del hombre con la naturaleza. De modo que tanto Marx como Heidegger habrán de condenar severamente al capitalismo. Marx dirá que, por medio de la mercancía, las relaciones entre hombres devienen relaciones entre cosas. Heidegger (tomando a Marx a través del Lukács de Historia y conciencia de clase, del Lukács de la cosificación) dirá que el tecnocapitalismo implica una acción de sometimiento de los entes. De lo cósico. Los hombres del tecnocapitalismo (devorados por el demonio de la técnica) se consagran al dominio y la conquista del ente y olvidan el Ser. El tecnocapitalismo se entrega al “progreso histórico”. Reemplaza al dios cristiano y al mundo suprasensible del platonismo. “La meta de una eterna felicidad en el más allá se transforma en la de la dicha terrestre de la mayoría (...) Este crear se acaba mutando en negocio” (Caminos de bosque, p. 200). En suma, para Marx, la mercancía, devenida fetiche, define una nueva relación entre los hombres: una relación de cosas. Y hay una mercancía de mercancías: el dinero, el equivalente de todas, luego superado por los metales preciosos. Heidegger detecta una “caída” en la inautenticidad. La técnica, o, más exactamente, el tecnocapitalismo transforma el mundo “en negocio”. El punto endeble de los dos es poner un horizonte de plenitud en el que “esto” (es decir, “esto” que es la esencia del capitalismo) no ocurrirá. Heidegger, como buen conservador, lo pone atrás: los griegos se abrían a la pregunta por el ser, no buscaban el dominio técnico de los entes y la verdad (al no “imponer” los hombres al ente su voluntad de sometimiento e instrumentación) era “develamiento”. (La “verdad”, por el contrario, es, en el capitalismo, fruto del Poder. Y esta es la gran lectura que hace Foucault de Nietzsche.) Marx, como buen revolucionario, pone el horizonte de plenitud en el futuro: la sociedad sin clases a la que el hombre arribará por medio de la praxis redentora del proletariado. Bien, seamos claros: no creo ni propongo creer (para develar el acontecimiento trágico hipermercado de Asunción) en ninguna de las dos soluciones. Creo en el diagnóstico. No necesito asegurarle a nadie las bondades originarias del mundo griego ni las bondades del mundo que abrirá la revolución proletaria para afirmar que “esto” –el capitalismo de la mercancía, del culto a los objetos, del mercado, de la ética del egoísmo en detrimento de la benevolencia– es inaceptable, es intolerable y el supermarket de Asunción lo ha demostrado una vez más. El capitalismo está haciendo con el hombre un desecho moral. Una basura ética. Pronto, todos, de una manera u otra, cerraremos las puertas que protegerán “lo nuestro”, “lo mío”, y arrojaremos a los otros a la hoguera. De hecho, si la camarilla criminal que gobierna Estados Unidos ya piensa emigrar a Marte es porque sí, es cierto: su sed de ganancias, su concepción de la vida como “negocio” va a terminar con el planeta.
No es fácil proponer “alternativas”. Hay que crearlas. Un modo es actuar a espaldas de la ética capitalista. Pongo un ejemplo. No viene de la filosofía. No tiene el prestigio directo que pueda darle el nombre de algún gran pensador. Lo tomo de una honesta película de los años cincuenta, en blanco y negro, una de box. Lo tomo de esa entidad impecablemente capitalista que es el cine norteamericano, pero cuya creatividad contradice más que a menudo los supuestos del sistema. Eddie Willis es un periodista de deportes, escribe sobre box y es un corrupto al servicio de la mafia. Nick Benco, el capomafia, importa de Argentina a un boxeador de más de dos metros. Es un paquete, un torpe, no sabe nada, pero impresiona su mole implacable. Se monta el negocio. Al grandote le ponen “Toro Moreno” y lo hacen ganar una pelea tras otra (todas “arregladas”). Eddie Willis no para de escribir que Toro es un nuevo genio del box y es indestructible y será el nuevo campeón de todos los pesos. Toro se pincha. La mafia no lo quiere más. Le dan una paliza feroz y le dicen que se vuelva a su país. Eddie Willis ve a Nick Benco y le pide el dinero de Toro: “Lo llevo al aeropuerto. ¿Cuánto le tocó?”. Benco mira a su contador. El contador dice: “Nada. Nos debe doscientos dólares, pero vamos a ser generosos y se los perdonamos”. Benco le dice a Willis: “Vos, en cambio, te ganaste veinticinco mil dólares”. Willis acepta el sobre con el dinero, se lo mete en un bolsillo del saco y acompaña a Toro al aeropuerto. En el taxi, Toro, que tiene la jeta hecha puré, le pide a Eddie “su” parte. “¿Cuánto gané, Eddie? Usted fue siempre bueno conmigo. Necesito esa plata para ayudar a mi familia en mi país. ¿Cuánto gané?” Eddie saca su sobre y se lo da. “Ganaste veinticinco mil dólares, Toro”. Toro, feliz, exclama que eso es mucho dinero en su país. Eddie, con una sonrisa algo melancólica, dice: “Eso es mucho dinero en cualquier parte”. La película se llama Más dura será la caída y Eddie Willis fue el último papel de Humphrey Bogart. Cuando Eddie le da a Toro los veinticinco mil dólares actúa a contramano de toda la ética capitalista. Le da “su” mercancía (en forma de mercancía de mercancías: dinero) porque sabe que quien en verdad ganó ese dinero (el que recibió las piñas) fue Toro. Y porque Toro es y será su amigo. Y un amigo es algo que uno tiene porque,en principio, no es una mercancía. Como tampoco uno lo es para él. Y (pese a todo lo que postulen los teóricos del capitalismo) lo que espera de mí no es mi egoísmo, sino, entre muchas otras cosas, mi benevolencia.