CONTRATAPA
Un remedio contra los imbéciles
› Por Martín Granovsky
Pobre Margaret Thatcher. Pobre Augusto Pinochet. La Dama de Hierro padece una prohibición médica de hablar. El Dictador de Hojalata pierde la conciencia y se ahoga cuando come y toma. Lástima: los dos grandes resabios de la Guerra Fría no pueden opinar sobre las declaraciones del general Fernando Matthei, comandante en jefe de la Fuerza Aérea de Chile entre 1977 y 1989, publicadas en el diario conservador La Tercera, ni sobre la reivindicación de los militares argentinos que comandaron la guerra de las Malvinas, ni sobre la accidentada vuelta de los golpes de Estado.
Matthei dijo haber arreglado con un espía inglés, Sidney Edwards, el suministro de datos de inteligencia a Londres durante la guerra de las Malvinas de 1982. Aseguró que no le contó los detalles a Pinochet para que éste, llegado el caso, pudiera decir que “el culpable era el imbécil de Matthei”. Palabra de Matthei. También contó qué le dijo a Pinochet cuando un grupo de comandos ingleses quemó un helicóptero en el sur, despertando la curiosidad de los carabineros. “Mire lo que hicieron estos imbéciles”, fue su frase. Palabra de Matthei.
Suena bien “imbécil”. Tiene fuerza, sonoridad. Y puede evocar un momento completo de la historia de Sudamérica, de antes y de ahora.
Cuando se lanzó al desembarco en Malvinas, del que acaban de cumplirse 20 años, la dictadura argentina pensaba que tenía la guerra ganada: Washington aprobaría su gesto porque, antes, los militares argentinos habían entrenado torturadores en América central. Una imbecilidad política.
Matthei dijo que la FACH realizó su acuerdo con el Reino Unido por oportunismo. “Se trataba estrictamente de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, comentó al hablar de la Argentina y Gran Bretaña. Pero sin duda para los intereses nacionales de los chilenos hubiera sido mejor mantener una relación más estrecha con la Argentina, tal como sucedería años después en democracia. Al atarse a la Inglaterra de Thatcher, Chile cayó en el mismo espejismo que sufrieron los argentinos ante los Estados Unidos de Ronald Reagan. Una imbecilidad diplomática. Y la periodista María O’Donnell descubrió hace 10 días en los archivos norteamericanos que, como Leopoldo Galtieri, Pinochet también buscaba la guerra para reconciliarse con Washington luego de haber mandado asesinar, en Washington, a un ex ministro de Salvador Allende. Otra imbecilidad.
La teoría idealista de las relaciones internacionales dice que la democracia hace imposible las guerras, porque una guerra es imposible entre dos democracias. Quizás sea una tesis exagerada, pero algo es cierto: al ignorar la soberanía popular, las dictaduras también ignoran la soberanía a secas. No pueden defenderla más allá de las proclamas encendidas, pero irremediablemente vacías, de los legionarios enamorados de la muerte. Medidos históricamente a través de si lograron o no afirmar la soberanía del Estado, los regímenes autoritarios son, además de crueles, imbéciles.
El problema es cuando el militarismo primitivo sintoniza con la nostalgia y la pérdida de reflejos democráticos. Nadie planifica un golpe hoy en la Argentina, pero muchos han recordado este mes la guerra de las Malvinas como si allí hubiera combatido contra los ingleses el pequeño ejército loco de Augusto César Sandino. Y por temor a quedar como chavistas, o por simple empatía con el uso descarnado del poder, les cuesta llamar golpe de Estado al golpe de Estado del viernes a la madrugada en Venezuela.
La imbecilidad de 1982 tenía su lógica. La sintetiza con precisión Horacio Verbitsky en su ahora reeditado Malvinas. La última batalla de la Tercera Guerra Mundial, un libro donde la ironía es el arma más perfecta de la exactitud. Los militares sudamericanos se sentían llamados adefender a Occidente incluso de la supuesta incomprensión de los jefes de Occidente porque “la fantasía de que un puñado de hombres más puros y valientes que todos los demás defendía en absoluta soledad los valores de una civilización cuyos líderes naturales eran débiles, corruptos o traidores, llegó a convertirse en una ideología castrense, sustitutiva de la compleja realidad”. Verbitsky cuenta la trama de las intervenciones militares argentinas en Bolivia y en América central, dos estribaciones de la represión interna, y las Malvinas como última cruzada, a la vez externa e interna. “Los documentos producidos por la conducción político-militar que nos llevó a la guerra, por el Estado Mayor del Ejército (informe Calvi), por el comandante que se rindió y por la comisión de seis militares que evaluó las responsabilidades, afirman el coraje, espíritu de lucha, heroísmo, decisión, valentía, bravura, abnegación y honor de las Fuerzas Armadas argentinas”, cita el libro. La descripción podría aplicarse perfectamente a la reciente visión apolítica de la guerra de Malvinas, incluso la que confundió la comprensión y el cariño hacia los ex combatientes con la reivindicación del conflicto como una “causa noble”. Sonó, a veces, a la glorificación de una Providencia que, confundida de a ratos, solo habría cometido el pecado menor de seleccionar mal a los ejecutores de su magnífico plan en la Tierra.
Fernando de la Rúa y Ricardo López Murphy no son golpistas, pero durante dos años contribuyeron a crear este nuevo ambiente. Fueron más entusiastas que los propios oficiales en insuflar oxígeno a un nuevo partido militar. Quisieron construir unas Fuerzas Armadas otra vez protagonistas, interlocutoras en temas de orden, supuestamente capaces de dar opinión ante el riesgo de la Gran Anarquía, lobbyistas de sus propios ascensos como si fueran un grupo independiente del Estado, alejadas cada vez más de la autocrítica comenzada por Martín Balza en 1995, recelosas de los juicios de la verdad. Y una parte del establishment comenzó a reponer en los militares la sensación perdida de que, aun en medio de la penuria fiscal y la pobreza de medios técnicos, conservan la misión trascendente de ser la última reserva del Estado y del sistema político. De un sistema que día a día pierde un atributo más de su capacidad de mediación entre los ciudadanos y el poder.
Hace 154 años, dos políticos europeos escribieron que “el gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios de toda la clase burguesa”. Querían decir que el Estado es la representación política de esos negocios. No se imaginaban ni siquiera ellos, Carlos Marx y Federico Engels, que 154 años después América latina iniciaría un proceso de vuelta al poder descarnado, puro y crudo, con un pie en la reivindicación del papel militar como un modo de arbitraje en situaciones de empate político y otro pie en los negocios sin política.
El más que fugaz presidente de Venezuela, Pedro Carmona, líder de la poderosa Fedecámaras, que reúne a todo el gran empresariado del país, trató de ser algo más que el jefe de una junta administradora de negocios. Fue directamente el jefe de los negocios arribado al poder sin haber pasado, siquiera, por la validación electoral de un Silvio Berlusconi. Solo contaba con parte de las armas, que ahora buscan un acuerdo dentro de una situación cuyo final nadie atisba todavía. Carmona en reemplazo de Hugo Chávez fue como si en la Argentina, hoy, el banquero Emilio Cárdenas fuera ungido presidente por derecho divino.
Tal vez ése sea el punto: el derecho divino. O el derecho, divino. Demasiada mala suerte para América latina, ¿no? Y entonces, para que no se extienda la mala suerte, los ciudadanos deberían retomar las tradiciones más sabias y eficaces del continente, adquirir conciencia, refrescar la memoria y tocar suavecito, como al descuido, discretamente y con disimulo, el izquierdo. Seguro que así los imbeciles terminarán ahogándose. Porque hasta la imbecilidad se desvanece.