CONTRATAPA
› HISTORIAS CON GALOCHAS
Pelafustán, primero y último de los Tiarcas
› Por Juan Sasturain
Según cuenta el profesor Mercapide en su artículo “Los galochas y el cuento del tío”, los sorprendentes habitantes de las fuentes del Orinoco fueron también muy originales en su forma de organizarse socialmente, desde la familia a la forma de gobierno. Siempre atentos a encontrar la mejor manera de vivir en paz, con justicia y armonía, a lo largo de los siglos los galochas probaron de todo. En cuanto al gobierno, en distintas épocas tuvieron reyes, presidentes, triunviratos, juntas, asambleas y hasta un sistema de gobierno sin gobierno que les funcionaba bastante bien: no gobernaba nadie, había mucho desorden pero no tenían a quién echarle la culpa.
La otra cuestión, sobre todo en la época primitiva, cuando eran una simple tribu, era la de organizar la familia. Como los galochas vivieron mucho tiempo sin mezclarse con otros pueblos, en el fondo todos o casi todos eran parientes. Así, el problema era decidir dónde terminaba una familia y empezaba otra y quién mandaba o era el responsable en cada una. No era una cuestión fácil de resolver.
Probaron con familias bien chiquitas –los padres más los hijos y nada más–, pero no tenían dónde poner los primos y sobrinos y era una lástima porque con familias de tan poca gente y siempre los mismos, en las fiestas se aburrían. Entonces probaron con familias bien grandes que incluían desde tatarabuelos hasta tataranietos y sobrinos, primos y yernos y nueras... Ahí descubrieron que no podían parar de sumar para arriba, para abajo y para los costados hasta armar una sola familia, lo que era un desastre... No tenían a quién criticar: siempre estaban todos.
Además estaba el problema de quién de los grandes era el responsable. Luego de probar con la organización patriarcal, donde el hombre, el padre, es el jefe de la familia y se impone sobre la mujer y los hijos, cambiaron al matriarcado, en que la madre es quien manda y decide. En todos los casos el jefe o la jefa –con voz gruesa o finita– a la larga se ponían insoportables y los hijos se quejaban. Los razonables galochas intentaron entonces un sistema de responsabilidad compartida, en que padre y madre tenían las mismas atribuciones. Resultó peor: sumados, a coro, ambos resultaban más mandones que cada uno por separado y los chicos terminaban siempre protestando y amenazando con irse a vivir con los tíos, que los trataban mucho mejor.
Ahí fue cuando los galochas –siempre tan flexibles y dispuestos a escuchar la opinión de todos, sobre todo de los chicos– creyeron que habían encontrado la solución: basta de padres y de madres responsables. Era el momento de darles su oportunidad a los tíos. Les pareció una solución genial.
En realidad, el que les dio la idea de esa manera de organizar la sociedad fue el ejemplo de un galocha muy simpático llamado Pelafustán, conocido en la historia de su pueblo como Pelafustán, el Tiarca. En su familia, Pelafustán tenía muchos hermanos: una docena, exactamente. Con él, que era el menor, sumaban trece en su casa. Cuando fueron mayores, sus hermanos se casaron y tuvieron, a su vez, cada uno de ellos, una docena de hijos. Así, Pelafustán, que nunca se casó ni tuvo hijos, al cumplir cincuenta años era tío de los doce hijos de cada uno de sus doce hermanos: Pelafustán tenía 144 sobrinos. Y esas doce docenas de chicos, por sobre todas las cosas, lo adoraban.
Pelafustán era su tío preferido.
Porque los chicos tenían una docena de tíos y tías más, pero no era lo mismo: esos tíos y tías tenían sus propios hijos y siempre terminaban portándose como padres y madres que eran. Pelafustán no: era un tío de tiempo completo.
El bueno de Pelafustán siempre tenía tiempo para ellos, no les recordaba sus obligaciones, los sacaba a pasear, los acompañaba en sus juegos y les hacía casi todos los gustos. Con su tío Pelafustán, los 144 sobrinos eran felices: no se quejaban ni se peleaban, celosos, entre sí.
Al ver semejante resultado, los galochas tomaron una valiente decisión: a diferencia de todos los otros pueblos del mundo, la sociedad galocha no sería ni patriarcal ni matriarcal sino tial. Aunque sonaba bastante feo, podía resultar.
Y resultó. Pelafustán fue elegido Tío Mayor o Tiarca de los galochas y todo funcionó bien durante su gobierno y administración. Pelafustán se dedicó a la comunidad entera no como un padre o una madre que no era sino como el tío que le gustaba ser; trató a todos los galochas como si fueran sus sobrinos y se dice que nunca el pueblo galocha fue más feliz ni se sintió mejor.
El problema surgió cuando, con Pelafustán ya muy viejito, hubo que decidir quién lo sucedería como Tiarca de los galochas. ¿Quién era el mejor tío o el tío mayor? No era fácil de resolver. En principio, no cualquiera podía: para poder aspirar al título de Tiarca no bastaba con tener sobrinos sino que, como el ejemplar Pelafustán, no había que tener hijos pero sí hermanos, muchos hermanos con muchos hijos...
Y ahí, según cuenta el profesor Mercapide en el mencionado artículo “Los galochas y el cuento del tío”, la cuestión se complicó, porque aparecieron como siempre –y también entre los generalmente sanos galochas– la ambición de poder y las ganas de mandar. Así, en la lucha por llegar a ser Tiarcas, los aspirantes a tíos mayores cayeron en la corrupción más espantosa. Los más ambiciosos llegaron a ofrecer mucho dinero a sus hermanos y cuñadas por cada hijo que tuviesen para sumar más sobrinos... Y los interesados cuñados les cobraban carísimos sus hijos –ni hablar cuando se trataba de mellizos o trillizos– a los hermanos solteros de sus mujeres... Una auténtica vergüenza.
Por eso, cuando los galochas vieron lo que pasaba decidieron terminar con la organización tial, que resultó ser tan mala o buena como cualquier otra.
Además, se dieron cuenta de una cosa: Pelafustán, el primero y último Tiarca de los galochas, no fue un excelente gobernante por ser tío de 144 sobrinos sino simplemente por ser una buena persona. Algo que es mucho más difícil y valioso que ser tío.