Dom 22.08.2004

CONTRATAPA

Pliegues y despliegues

› Por Juan Gelman

El presidente Bush anunció el lunes pasado ante una convención de veteranos de guerra celebrada en Cincinnati, Ohio, que había resuelto cerrar algunas de las 700 bases militares que EE.UU. ha diseminado por el mundo, reubicar otras y traer de vuelta a casa a 70.000 efectivos norteamericanos que sirven en el exterior. W. subrayó que procura aliviar la carga que pesa sobre las fuerzas armadas norteamericanas, aunque ese alivio no llegará a los 125.000 efectivos que ocupan Irak ni a los 20.000 que combaten en Afganistán. Tampoco por ahora a los 70.000 del caso: el plan comenzará a aplicarse a partir de 2006 y su ejecución tomará de siete a diez años. Los demócratas se irritan: dicen que el anuncio persigue fines electorales y está destinado a contrarrestar la demanda de Kerry de reducir drásticamente las tropas que “pacifican” Irak. Tal vez, aunque es muy probable que la decisión de la Casa Blanca apunte a lograr propósitos de más vasto alcance.
El principal fue tempranamente declarado: en 1992, el hoy vicepresidente Dick Cheney y entonces secretario de Defensa con Bush padre aseveró que “nuestro objetivo general es mantenernos como la potencia extranjera predominante en la región (el Golfo Pérsico) y preservar el acceso de EE.UU. y de Occidente al petróleo de la región”. En 1997, con más brillo y amplitud de visión, Zbgniew Brzezinski –ex asesor de seguridad nacional también bajo Bush padre– redondeó la meta: EE.UU. debía dominar Asia central para controlar Eurasia, donde se concentran “alrededor de las tres cuartas partes de los recursos energéticos mundiales conocidos” (The Grand Chessboard - American Primacy and it’s Strategic Imperatives). En el año 2000, el documento titulado “Reconstruir la defensa de Estados Unidos”, obra del Proyecto para el nuevo siglo estadounidense, organismo que preside William Kristol –a quien se ha calificado de “halcón al cubo”–, precisó los métodos necesarios para concretar el empeño: imponer al mundo una Pax Americana sustentada en “labores policiales” a cargo de las fuerzas armadas yanquis y establecer bases militares permanentes “en y más allá de Europa Occidental y del nordeste de Asia”, es decir, en Medio Oriente, el sudeste de Europa, América latina y el sudeste de Asia. “Redesplegar las bases era una de las preocupaciones del Sr. Rumsfeld incluso antes del 11/9” (editorial del Wall Street Journal, 17-8-04). Los terribles atentados de ese día dispararon la puesta en práctica de semejante designio.
Antes de invadir Irak, el Pentágono había instalado ya 13 nuevas bases militares en países que circundan las reservas de gas natural y petróleo de la cuenca del mar Caspio, las segundas en importancia del planeta. En el Irak ocupado situará 14 bases permanentes, cuatro de las cuales están en pleno funcionamiento. Cerrará una buena parte de las que existen en Alemania, sobre todo las menos importantes, y abrirá otras en países del este de Europa como Rumania y Polonia, y aun de Asia central, como Uzbekistán, que otrora giraron en la órbita soviética. Sorprende que Putin no proteste por este cerco y se conforme con las seguridades de Donald Rumsfeld de que EE.UU. se propone atrapar terroristas y no rodear a Rusia de bases militares. En cierto sentido esto es cierto: el Pentágono está rodeando las reservas energéticas de Rusia, no a Rusia, y tal vez Moscú –agobiada por sus problemas de producción de petróleo– piensa, o algo más, en algún tipo de participación con Washington en la explotación de su propio oro negro. Por otra parte, pocos creen que EE.UU. desarmará sus bases militares en Djibouti, Mali y otros puntos del continente africano donde el petróleo está cerca. Y el Golfo de Guinea al oeste y Somalia al este siempre a la vista.
“No tratamos de construir un imperio. No somos imperialistas. Nunca lo fuimos. No sé por qué a alguien se le ocurre esa pregunta”, explotó Rumsfeld en una conferencia de prensa que otorgó al periodismo a fines de abril de 2003 en el comando central de las tropas norteamericanas en Qatar. Tres días después, el 1º de mayo, W. Bush aterrizaba en la cubierta del portaaviones “Abraham Lincoln”, declaraba el fin de la guerra en Irak y se ufanaba: “Históricamente, otras naciones han luchado en países extranjeros y se quedaron para ocuparlos y explotarlos. Los estadounidenses, después de batallar, no quieren otra cosa que volver a casa”. Las tropas, sin duda. Pero nadie en la Casa Blanca es tropa.
Hace más de medio siglo que el 8º ejército de EE.UU. ocupa en el centro de Seúl, una ciudad de 11 millones de habitantes, los viejos cuarteles de los colonialistas japoneses. El aspirante demócrata a la presidencia John F. Kerry se queja de que Bush quiera una reducción del número de efectivos allí estacionados: “¿Por qué retiraremos de manera unilateral 12.000 hombres de la península coreana precisamente cuando estamos negociando con Corea del Norte, un país que tiene verdaderamente armas nucleares? Es una señal equivocada en el momento equivocado”. Y es notable que el tema central del debate entre los dos candidatos sea el de cómo hacer mejor la guerra. Nada aprendieron de Herodoto, que escribió: “En tiempos de paz los hijos entierran a los padres; en tiempos de guerra, los padres entierran a los hijos”. Cabe reconocer que no hay constancia de que W. y Kerry lo hayan leído siquiera.

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