Lun 06.09.2004

CONTRATAPA

La buena muerte

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Mar adentro –cuarto largometraje del director de cine español nacido en Chile Alejandro Amenábar– trata sobre la imperiosa necesidad de luchar por una buena muerte ante la imposibilidad de conseguir una buena vida. Mar adentro está, sí, “basada en una historia real” y pertenece a ese subgénero conocido como “de enfermedad” y/o “verdadero himno al espíritu humano” y todo eso. Muchos estuvieron allí, muchos están, muchos estarán: por algún extraño o lógico motivo, a la gente supuestamente le gusta a ir a ver gente enferma al cine. Y los actores lo saben: enfermarse, muchas veces, equivale a premio. Por esta terapia intensiva pasaron Day-Lewis, De Niro, Hoffman, Hanks, Dreyfuss (cuya Whose Life Is It Anyway? tiene tanto en común con Mar adentro) y siguen las firmas y los pacientes. Quién sabe. Tal vez tenga algo de reconfortante: traducir y procesar el espanto de un mal incurable a un efecto especial; a una obra maestra del maquillaje; a un diagnóstico que no es cierto por más que le haya sucedido a alguien, porque ese alguien ahora es Javier Bardem; a un horror que sólo puede ocurrirle a los otros al otro lado de la pantalla.

DOS Mar adentro es también –o por lo menos así se la presenta– una suerte de nuevo comienzo para Amenábar, quien hasta ahora había optado, según aquellos que todavía creen en la existencia de géneros menores y mayores, por el buen cine de entretenimiento. Ya saben: ese muy inteligente ejercicio/reflexión sobre el cine gore/slasher que fue Tesis (y que, de algún modo, se adelantó a la auto-ironía de la serie Scream de Wes Craven); el astuto, pero un tanto descarado refrito no reconocido de los elementos más distintivos de la paranoia presente-futurista de Philip K. Dick en Abre los ojos; y esa fantasmagoría hitchcock/victoriana de factura irreprochable que se vio un tanto perjudicada por la proximidad en el tiempo y el espacio con El sexto sentido y que, seguramente, es la mejor película de Amenábar hasta la fecha: Los otros. Mar adentro –a la que los ya mencionados que postulan un arte alto y bajo venden ahora como el arribo a la madurez de un Amenábar que deja atrás la sangre, las deformidades, los fantasmas– no deja de ser una película de terror. Porque pocas cosas, pienso, pueden dar más miedo que la odisea inmóvil de un hombre prisionero durante más de veintiocho años dentro de la prisión de su propio cuerpo. La vida y la muerte en vida y la muerte del gallego Ramón Sampedro nacido en Xuño, Porto do Son: una de esas aldeas junto al mar donde nadie querría vivir, pero que son tan lindas de ver, de lejos, en una postal. Sampedro creció allí, trabajó la tierra, salió al océano, dio la vuelta al mundo y, un día, tuvo un accidente estúpido en la playa al que sobrevivió para convertirse en todo lo contrario de lo que había sido hasta entonces: un hombre quieto, un animal en suspenso, un tetrapléjico. Lo primero que hizo fue deprimirse: lo segundo, convertirse en un hombre sabio e iluminado por las páginas de Shakespeare y Dante, autores favoritos que le ayudaron a descubrir lo que en realidad quería de su vida nueva: morirse. Sampedro entonces se hizo famoso en toda España y alrededores porque era un hombre que exigía para sí la última voluntad de dejar de ser. Eutanasia. Suicidio asistido. Polémicas y debates. Y, al fin, un final feliz: algunos hicieron algo –más de 2000 ciudadanos se declararon, al más puro estilo Fuenteovejuna, culpables de haber facilitado la dosis de veneno; por lo que se archivó todo expediente– y Sampedro se muere. Se muere feliz. Y la gente en el cine llora y llora y aplaude y aplaude. Y después –seguro– busca algo de madera para tocar. Por las dudas. Y se mete a ver otra vez Kill Bill 2 o Spiderman 2 o cualquier otra película que, por favor, se mueva mucho.

TRES Aquí y ahora, Mar adentro amenaza con ahogarnos. Sus olas golpean en todas partes y a toda hora. El estreno ha tenido características de casi asunto de estado. Zapatero –con su particular dicción robótica– dijo: “Es. Un. Canto. A. La. Vida. Desde. La. Muerte”. Páginas y páginas en los periódicos. Inevitables investigaciones sobre qué es ficción y qué no lo es. Pronósticos de éxito inmediato y de inminentes galardones en todas partes. Discusiones sobre cuál será el film que enviará España a los próximos Oscar: ¿La mala educación o Mar adentro? (Lo cierto es que la duda se diluye apenas se formula porque Almodóvar ya tuvo lo suyo y a la hora de las votaciones, la Academia siempre preferirá un enfermo épico a un cura pederasta.) Y para terminar de agitar el avispero, Amenábar –quien en cualquier caso siempre habló en primera persona del plural al referirse a asuntos homosexuales– sale del armario en las portadas de los mensuarios gay Zero y Shangay. Dicho todo esto, la pregunta inevitable: ¿Es Mar adentro una buena película? Sí. En un paisaje ibérico donde el cine español se reparte entre lo guarro/gracioso (Segura, De la Iglesia y sus varios coleguillas), lo socio-trascendente (la poética de Medem y todas esas películas de mujeres golpeadas, obreros en el paro y jóvenes con el puño y el sexo en alto) y Almodóvar (que empieza y termina en sí mismo), Amenábar probablemente sea el más profesional y prolijo y el que más “sabe” de cine y de cómo contar una historia. La otra pregunta inevitable es, claro, si Mar adentro es tan buena como aseguran sus apólogos. La respuesta es no. Y, de acuerdo, Bardem es un actor física y artísticamente grande (uno de los pocos en nuestra lengua que ha comprendido que actuar es ser otro y no, apenas, ser siempre el mismo diciendo cosas diferentes); pero hay algo aquí que fastidia y acaba fastidiando a Mar adentro. Y eso el que todo esté donde debe estar. Ya saben: la lágrima y la lluvia, el chico corriendo detrás de la ambulancia, el paisaje desde el aire, el cura soberbio, la gente “simple, pero sabia” que no para de susurrar aforismos y, así, cuando la enamoradiza abogada encuentra una caja con poemas de Sampedro en el altillo es imposible evitar un escalofrío tan terrorífico como los que nos regalaba Amenábar con sus anteriores películas. El problema es que –obligada a emocionar– Mar adentro quiere emocionar en todas y cada una de las escenas. Y al final uno acaba sintiéndose en el cine igual que en un hospital: a oscuras, esterilizado, obligado a guardar silencio, anestesiado, rogando que todo termine pronto, y rezando por salir de allí lo más rápido posible.

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