Sáb 18.09.2004

CONTRATAPA

Uruguay

› Por José Pablo Feinmann

El lugar es la Feria del Libro de Montevideo. Las ferias de libros están llenas de libros y de gente que anda de un lado a otro mirándolos con recelo. Alguna entra en ciertas salas en que se anuncia la presencia de cierto escritor. El sábado 11 de septiembre tuve bastante suerte. “Bastante suerte” significa aquí “bastante gente”. Tuve, también, un presentador de lujo: el embajador argentino. Un tipo alto, cultivado, con perfecta dicción y voz grave e insoslayable. Un político de raza y de carrera. Un tipo que se leyó todos mis libros y –pese a ello o por ello, olvidé preguntarle– me quiere mucho. El tipo es Hernán Patiño Mayer. Hernán no sólo me presenta. En rigor, casi liquida mi conferencia, ya que habló de los tres “onces” que septiembre trae a nuestra castigada memoria. El del golpe contra Salvador Allende. El de las Torres Gemelas. Y el del querido y “contradictorio” Sarmiento, educador y matarife de gauchos levantiscos. Pero, sobre todo, Hernán habla del 11 de septiembre chileno. De la crueldad que la seguridad nacional inaugura en Chile. ¡Es tanto lo que tenemos que ver con ese hecho aborrecible! Pinochet es un carnicero amigo de la espectacularidad: concentra a sus víctimas en un estadio de fútbol al que se le ha dado el nombre de “nacional” y encarna, a partir del golpe, la masacre de la “nación”, el espacio “imperial” más despiadado, abierto, grosero de la década del setenta. Imaginen a Videla concentrando víctimas, torturando “prisioneros” en el Estadio de River Plate. Nuestros masacradores fueron más soterrados, oscuros que Pinochet. Trabajaron la muerte en las sombras. Y abrieron el Estadio para la alegría mundialista, para el triunfo futbolero que daría gozo, festiva idiotez, festiva indiferencia a los inocentes ciudadanos, a los que nada habían hecho y no tenían por qué no festejar. Aclaro: esto no lo dijo Patiño Mayer. Me corresponde. Patiño Mayer dijo todo con la altura de un político de clase. Yo, cuando hablo del Mundial, hablo y escribo desde heridas que no van a cerrar nunca, desde marcas, cicatrices para siempre.
Termino la conferencia. Una mujer sube al estrado y me dice que no puede ser que yo sea argentino, que los argentinos son todos una perfecta basura. Hay, en su frase, una verdad ilevantable y un par de posibles inexactitudes. Primera: no está probado que todos los argentinos sean una perfecta basura. Segunda: está, sí, probado que yo soy argentino. Tengo mis documentos en regla. Ergo, debo ser también una perfecta basura. Si no lo soy es porque tampoco todos los argentinos lo son. Pero vayamos a la verdad que late en el exabrupto de esta señorita. No nos quieren mucho en Montevideo. Los uruguayos tienen unos buenos rollos con los argentinos y tendríamos que analizarlos juntos y dejarlos, en lo posible, atrás. Porque lo que hay delante (la unidad de América latina en esta hora de regreso a algo que perdimos hace tiempo, tanto tiempo que nos parecía ya irrecuperable: la dignidad y el orgullo de ser lo que somos y, sobre todo, lo que queremos ser) es importante. Que nos tengamos bronca en el fútbol, vaya y pase. Es un deporte. Sin bronca no hay fútbol. Hay cricket o polo y cajetillas en caballitos de lujo. Pero en política, no. Acá no podemos seguir perdiendo el tiempo con divisiones estériles, con incomprensiones que ya se prolongan demasiado.
Esa noche me organizan una reunión con los mejores compañeros del Frente Amplio. Si estos compañeros ganan, ganamos nosotros. Ganamos todos. Hay que apostar a un Frente Amplio. Pero no sólo uruguayo. Hay que apostar a un Frente Amplio Latinoamericano. Lagos, en Chile. Lula, en Brasil. Tabaré, en Uruguay. Chávez (con todas las que tiene a favor y con las que no nos gustan, que son menos), en Venezuela. (De Fidel ya hemos hablado tanto que, hoy, al menos hoy, cálidamente lo dejamos reposar en esa temporalidad tan suya, tan descreída de todo límite, parmenídea, no heracliteana.) Kirch-
ner, en la Argentina. Con los uruguayos nos une, no sólo el espanto de las dictaduras, sino el amor hacia el más grande caudillo de estas tierras nuestras: José Gervasio Artigas. Que peleó contra portugueses financiados por Gran Bretaña, contra porteños orgullosos, centralistas, iluminados, y contra lugartenientes que lo traicionaron. (¡Triste historia la de nuestras traiciones federales! Ramírez traicionó a Artigas. López a Ramírez. Y Urquiza a todos.) Que repartió tierras a los pobres. Que se largó a la reforma agraria. Que hizo política con las masas y con las ideas, pero nunca con las ideas y sin las masas como los cultos de Buenos Aires. Alguna vez hablaré de la importancia que tuvo Artigas para los profesores de las Cátedras Nacionales en 1970. Gunnard Olsson decía: “Artigas es el más grande. En Artigas está la ideología y está el pueblo”. Eso lo decíamos en Buenos Aires, los profes de la JP circa 1970. Y el uruguayo Galeano (como buen uruguayo) escribe sobre el Protector de los Pueblos Libres: “Las tierras se repartían de acuerdo con el principio de que ‘los más infelices serán los más privilegiados’. Los indios tenían, en la concepción de Artigas, ‘el principal derecho’”. (Estoy citando, claro, al Galeano de Las venas abiertas.)
Nos sentamos a una mesa grande. Todo es grande en esta hora uruguaya. Tabaré no está pero está el mítico (se va, con perdón, a cagar de la risa cuando lea este adjetivo) José “Pepe” Mujica. Va a ser senador por el Frente Amplio. Se viste desprolijamente. Habla entre la cautela y la reflexiva lentitud. Le gusta el vino. Tiene cerca de setenta y cuatro años. Y acaso no se pueda decir que “los lleva bien” porque muchos los llevó en las cárceles de la dictadura: doce, nada menos. A su lado, Danilo Astori: será ministro de Economía. Nada que ver con Mujica. Prolijo, pelo cano, elegante, lenguaje pulcro, lenguaje-bisturí. Se complementan formidablemente estos dos cuadros políticos brillantes: Astori y Mujica se respetan y se quieren y van juntos empujando a Tabaré a la victoria. Del peronismo, entienden poco. Pero que alguien se atreva a decir si le pasa lo contrario. Que alguien diga si entiende mucho. Sin embargo, Mujica, hombre de la izquierda, con esa lenta sabiduría de zorro fogueado en todas las batallas, dice: “La izquierda tiene que ser lúcida y honda con el peronismo. Porque todo empezó mal. Porque, compañeros, eso de la Unión Democrática fue una cagada increíble y dio origen a muchas más. Y no me digan que digo esto porque estoy en pedo. Digo esto porque es verdá”. Y alguien pregunta por qué Tabaré no citó a Kirchner (y sí a Lagos y a Lula) en su último discurso. Y otro dice que las negociaciones con el Fondo están crispadas y citarlo a Kirchner es irritar al Fondo. Y otro dice que Kirchner habla mal, muy mal del Fondo pero paga bien, muy bien. Y María Esther Gilio dice que ella con Kirchner ningún problema, que le gusta, lo quiere. Y otro dice guarda que es peronista. Y otro (creo, si no recuerdo mal, yo) dice que la terminen con el peronismo. Que en la Argentina el peronismo es la puerta para hacer política. Que Kirchner, a la larga, no va a ser peronista. Y si lo es, vaya a saber qué tipo de peronista será. “Por de pronto –dice otro–, es de los que hablan más de lo que hacen.” “Como Chávez”, dice uno que se está por ir. “Kirchner tiene mucha pirotecnia con el Fondo, pero paga”, insiste el que ya antes dijo lo mismo. Y agrega: “Y eso, decir una cosa y hacer otra, es ser peronista”. “Termínenla –dice otro (creo, otra vez, yo)–, basta de peronistas y no peronistas, de uruguayos y argentinos. Seamos hermanos artiguistas.” Alguien eleva su copa de vino: “¡Los más infelices serán los más privilegiados!”, exclama. “Eso me recuerda una frase peronista: los únicos privilegiados son los niños”, digo. Y agrego: “¿Vieron? También Artigas era peronista”. “No, querido”, me corrige José “Pepe” Mujica. “Artigas no era peronista. Artigas, al peronismo, lo inventó.” Brindamos por eso. Y brindamos por el triunfo del Frente, ahora nomás, el 31 de octubre. “Y en la primera vuelta, carajo”, dice el Pepe Mujica. Que se le haga.

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