Jue 02.12.2004

CONTRATAPA

Remoto control

› Por Rodrigo Fresán

UNO Una de las más hermosas y sensibles canciones de amor que he escuchado en los últimos tiempos está en Spooked –el flamante álbum del inglés Robyn Hitchcock– y está dedicada por este excelso songwriter a su televisor. Aparato conflictivo: Elvis solía dispararle con su revólver, el Pink de The Wall lo arrojaba por la ventana, Springsteen y Dylan le compusieron diatribas eléctricas y ácidas; pero Hitchcock lo quiere y le agradece los servicios prestados y no le echa la culpa de nada. Hitchcock canta lo que todos ya sospechábamos: la culpa no es del invento sino –el mismo malentendido tiene lugar con Frankenstein y su monstruo– del inventor.

DOS Y la televisión es uno de esos inventos que no tiene responsable único y preciso. Mucha gente metió mano en el asunto y por eso –a la hora de sintonizar una imagen sin fantasmas– se opta por señalar a John Logie Baird (1888-1945), quien disparó el primer rayo desde un estudio de la BBC en 1926; por más que en 1884 Paul Kipkow patentara un sistema para descomponer puntos de luz, Ferdinand Braum ensamblara en 1897 el primer tubo de rayos catódicos, y en 1923 Vladimir Zworykin fabricara el primer iconscopio o cámara transmisora. En 1960, la posta pasó a los japoneses de la Sony a la hora de desarrollar el primer receptor completamente transistorizado. Y aquí estamos y así hemos visto al hombre en la luna y a los aviones en los edificios y ahora yo veo al ex presidente José María Aznar más regañando que respondiendo a la comisión que investiga lo sucedido con los atentados del 11-M. Cuarenta minutos de discurso flamígero y más de diez horas de respuestas a preguntas con esa voz finita que sube y baja y que produce un efecto entre narcótico y anfetamínico, siempre sonando desde las cumbres de la más perfecta de las autosatisfacciones. Como cabía esperar no hubo novedades. Aznar sigue siendo Aznar: alguien indiferente a ratings y al nuevo elenco en el Palacio de La Moncloa. Pocas veces he contemplado un perdedor tan seguro de su victoria. Pocas veces se ha visto a alguien tan convencido de ser el mejor programa posible.

TRES Y viendo a Aznar –oyendo a Aznar– recordé el nombre de un héroe moderno: Mitch Altman. ¿Qué ha hecho Altman, cuál es su proeza? Algo tan sencillo como épico: inventó algo bautizado como TV-B-Gone. Un inhibidor de televisores, un control remoto capacitado para apagar cualquier pantalla de América, Europa y Asia. Esas pantallas que no son la nuestra y que nos acosan en bares, aeropuertos, salas de espera y vidrieras de negocios. Así, por la módica cifra de quince dólares, uno puede defenderse y ejercer su derecho a no convertirse en –según Altman– “un espectador igual de pasivo que los fumadores pasivos”. Altman lo probó no hace mucho en las largas colas de Eurodisney cuando anuló a una muralla de monitores que no dejaban de bombardear con publicidad a los sufridos visitantes. El próximo y natural paso de Altman –ya lo ha anunciado– será un dispositivo para enmudecer teléfonos portátiles en los cines y conciertos y alarmas de automóviles en las profundidades de la noche. El aparatito subversivo se compra en el site de Altman –www.tvgone.com– pero hay dos semanas de espera para recibirlo: los pedidos han superado todo pronóstico.

CUATRO Y, claro, hay tantas cosas que a uno le encantaría apagar: los ciclos de televisión basura donde se mide el pene de los concursantes (Tómbola, la cima trash de las ondas españolas, acaba de ser descontinuado luego de largos años de denuncias y peleas en vivo y en directo); los cuerpos de esos dos pobres hombres ardiendo vivos en una calle de México; la carota del venezolano Chávez cantando en Madrid que Yo no leo el periódico de ayer luego de haber armado una buena al hipnotizar al ministro de Exteriores de por aquí para que soltara eso de que Aznar apoyó la intentona golpista (que puede ser cierto; pero no es algo para decir así como así); los diferentes stages de ese nuevo videogame donde se revisita y se repite una y otra vez hasta el game over el asesinato de JFK, el primer gran presidente televisivo: JFK Reloaded permite hacer uso de una “opción sangre” con pedacitos de cráneo volando por el aire de Dallas. Los padres preocupados por la salud mental de sus hijos pueden estar tranquilos: también se puede jugar utilizando la “opción sin sangre”. Ver todo eso una y otra vez, esperando que –si no puedes con ello, únete– sea la máquina la que acabe apagando al hombre.

CINCO Lo que me lleva a eso de los hikikomori. 1,2 millón de jóvenes japoneses –uno de cada diez de la población total– que deciden desaparecer de la sociedad, encerrarse en sus cuartos para ya no salir, dejar de bañarse, pasar la vida metidos en la cama viendo la tele o jugando con sus desconsoladoras consolas de mutante última generación. De tanto en tanto, un puñado de ellos se comunica vía Internet para acordar la hora y fecha de sus suicidios en grupo. En Japón, se sabe, el suicidio es una salida noble y hasta hermosa. Samurais, kamikazes y todo eso. Algunos padres –agobiados y enfurecidos– optan por no esperar la llegada de tan magno evento y acaban estrangulando a sus hijos cada vez más cerca del tagamochi (otra vez de moda). Cualquier cosa con tal de desenchufarlos. Tal vez de ahí, pienso, la insistencia en esos espectros chorreando plasma desde la pantalla de televisores en todas esas películas del nuevo cine de terror oriental que ya no padece el pánico atómico de Godzilla. Ahora, se le tiene miedo a otro tipo de monstruo. A monstruos planos y portátiles y en los que cada vez importan menos los noticieros salvo que se trate de malas noticias. Los célebres anchormen Dan Rather y Tom Brokaw –conductores de noticieros de TV abierta USA– anuncian su retiro. La gente ahora opta por los canales de cable de noticias –ese resumen a las horas en punto– y a otra cosa. La televisión está para asuntos más importantes; para –como Aznar– no ofrecernos una realidad sino una alternativa de realidad. A eso, supongo, es a lo que le canta Hitchcock cuando –al final de Television– repite una y otra vez, con dulzura enamorada, “tú ves a través mío”. Y si los ojos son el espejo del alma, entonces esa pupila eléctrica que nos mira mientras la miramos es el reflejo donde no podemos dejar de vernos.

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