Mar 07.12.2004

CONTRATAPA

Ferrari, en el frente de batalla

Por Noé Jitrik

No cabe duda de que el alboroto, o la polémica, que produjo y seguirá produciendo la exposición retrospectiva de León Ferrari tiene el mayor interés porque promueve una seria discusión sobre arte y representación. Tal vez hay una desigualdad entre los posibles participantes de esa eventual polémica, pero es evidente que Ferrari la inicia y se expone, lo cual ha hecho reaccionar a enfervorizados partiggianni de la Iglesia. Sería, más allá de los intentos de depredación de algunos soldados de Cristo –según se consideran a sí mismos–, una lástima que la Iglesia perdiera la oportunidad de exhibir sus ideas respecto de esos temas –presumo que las tiene–, nada menos que arte y representación, cuestiones en las que tiene partido tomado desde que Cristo, sus acompañantes y los santos que le siguieron tuvieron cada uno a lo largo de la historia múltiples imágenes que, justamente, los representaban.
Mi larga experiencia en diálogos frustrados me dice que difícilmente se logre un acuerdo entre las partes; pero eso no importa, lo que importa es que la controversia posible nos permitiría pensar en asuntos tan principales.
Por mi parte, creo que hay que remontarse un poco en el tiempo para situar el –insisto– posible debate. A la Edad Media, por ejemplo; en ese momento, al parecer los artistas ignoraban que lo eran: maravillosos ejecutores pensaban que lo que pintaban o esculpían –sobre todo las representaciones de la Pasión de Cristo– les reservaba un puesto en el cielo o, aquí abajo, la benevolencia de la Iglesia, que les pagaba con bendiciones aunque no, tal vez, con moneda fuerte. Más o menos eso siguió ocurriendo durante el llamado “Renacimiento”, sólo que a la Iglesia se le añadieron los señores que solían ser también la Iglesia, caso Borgia el más notorio: con tal de que representaran ya sea la excelsitud del martirio o la grandeza de los duques, condes y demás, y lo hicieran bien, se hacían merecedores de un reconocimiento, pocas veces, igualmente, de un pago; si, por el contrario, se apartaban del pedido, eran humillados, condenados a la miseria, al destierro o a las más penosas maldiciones. Puede haber excepciones, no lo dudo: Leonardo, Miguel Angel, se permitían en ocasiones negarse a un pedido u orden, y los poderosos o los dignatarios de la Iglesia no se animaban a castigarlos del todo. Los artistas fingían que aceptaban las reglas oficiales de la representación, pero en ocasiones las burlaban: en la aparentemente ortodoxa Anunciación, una obra deslumbrante, Simone Martini y Lippo Memmi pintan una Virgen retraída y con una expresión de rechazo. No parece hacerle gracia que deba ser o estar celestialmente embarazada de quien poco después, a sus 33 años, será “Hijo de Dios”.
Cosa parecida ocurrió con el Cántico espiritual, de San Juan de la Cruz; si lo vemos bien, esos poemas parafrasean los “Cantos del Rey Salomón” y las Eglogas de Garcilaso, bien profanas: como no ignoraba lo que le podía suceder si se daban cuenta del carácter de su poesía, añadió unos comentarios teológicos que ni agregan ni alteran la belleza de los versos, pero que lo protegieron de las iras de la Inquisición.
A propósito, me parece que esta institución –de cuyo recuerdo la Iglesia de nuestro tiempo abomina y no termina de abominar– surge de la desconfianza que produce que tantos “infieles” se pasen a sus filas no por revelación sino porque no les queda otro remedio, dado los medios que emplean para que salven sus equivocadas almas. Como nada garantizaba la sinceridad de la conversión, la Inquisición vino a poner las cosas en orden. Vista a la distancia, la Inquisición encarna una especie de inseguridad, un sentimiento que podría verse como de culpa, aunque Torquemada y adláteres podían no experimentar ninguna al enviar a la hoguera, paradójicamente, a gente que no prendía el fuego de sus cocinas los viernes por la tarde. No obstante las duras condiciones en las que debían trabajar, los artistas, muchos, produjeron obras de una belleza asombrosa, todavía hoy nos arrebatan y nos hacen pensar en lo excepcional de la época, tantos y tan buenos.
Justamente porque eran tan buenos había un misterio en ellos, un don que dio lugar bastante después, a medida que cambiaban las cosas y cuando la pintura y la escultura dejaron de representar imágenes de los Evangelios, al surgimiento de la estética, rama de la filosofía que intenta desentrañar el misterio del arte y que, por cierto, es “democrática”. Ese misterio sigue abierto, pero eso no quita que desde un pensamiento estético los puntos de vista dejaron de ser lo monolíticos que habían sido. Se abrió campo, por ejemplo, a la idea de la libertad del artista y, sobre todo, se amplió el horizonte de ala representación. Poco a poco, uniendo las dos cosas, los artistas les perdieron el respeto a las órdenes, necesidades o deseos de los consumidores y fueron desafiándolos, obligándolos a entender que eso que se ponía ante sus ojos no tenía valor porque expusiera escenas ejemplificadoras o morales –de las que la Iglesia es convencida partidaria– o políticas –como ocurrió con el realismo llamado “socialista”– sino porque en su hacer residía un poder, nada menos que el poder de significar.
Se diría que en arte hay dos dimensiones que lo recorren: el referente y la transformación. Es obvio que no es posible evitar el referente, pero lo que confiere jerarquía de arte es la transformación. Esto, me parece, es válido tanto para lo religioso como para lo antirreligioso: en ambos casos, si no hay transformación del referente lo que se obtiene es pobre, a lo sumo vale como presentación argumentativa, pero no como arte. Y, para volver al punto de partida, Ferrari tomará o no tomará referentes que tienen que ver con la Biblia, los Evangelios, la vida y/o muerte de Cristo, Videla, Vietnam o lo que se le ocurra, pero no es eso lo que hay que considerar sino su sin igual inventiva y la sorprendente riqueza de sus ocurrencias.
Me pregunto por qué ciertos elementos de la Iglesia no lo comprenden cuando es tan simple: sólo miran el referente, no ven la transformación; no ven, tampoco, las contradicciones, todavía piensan, como el stalinismo, que el arte debe estar al servicio de algo o de alguien. Creen que porque le atribuyen a ese algo o alguien carácter sagrado deja de ser un referente transformable y, por eso, aceptan como bueno un pálido arte de sacristía, o de propaganda, y se animan a censurar –tienen que tener poder para hacerlo– o rechazan lo que son auténticas creaciones de un artista excepcional a quien todos deberíamos cuidar como a un bien público.
Me atrevo a decir que los que elevan su voz contra el tratamiento que Ferrari le da a cierta simbología religiosa no lo han pensado bien –los invito a hacerlo– y han seguido una rutina mental que no los lleva a nada. No han pensado, por ejemplo, que si Ferrari transforma ciertos mitos visuales en irrisión, ante todo los ha reconocido, se diría incluso que los ha admitido; hace más o menos lo mismo que hicieron en su momento Lutero, Calvino y tantos otros reformadores: reconocen a Cristo, pero le piden algo más, precisamente lo que se silencia de su lección, si hay quien cree que la hay. Y la Iglesia, al reconciliarse con las iglesias que aquéllos fundaron, como acaba de hacerlo con la Iglesia Bizantina, excomulgada hace cerca de 1000 años, corrige un gran error, una mala interpretación de lo que es el cristianismo. Tal vez, tengamos fe, lo mismo pueda ocurrir con Ferrari; dentro de unos años, o un siglo o diez siglos, lo perdonarán, se reconciliarán con él.
Ferrari sería, si nos detenemos en sus obras de tema religioso, no un agnóstico sino un desencantado, un rastreador infatigable de lo que el cristianismo no da, pero que podría haber dado, histórica y actualmente. Su obra, en ese sentido, no es un pisoteo sino un reproche: invito a verlo de este modo.
Y, de paso, que haya quien diga que la ofensa que Ferrari puede inferir a espíritus creyentes se hace a costa del pueblo cristiano que paga sus impuestos, no sólo rebaja el debate sino que pone a todos los que pagamos, cristianos o no, en una situación incómoda. Es un hecho conocido que los argentinos, todos por igual, sea cual fuere su afiliación, están movidos por una religión que felizmente los une: el sagrado horror al pago de impuestos. Por el contrario, con los impuestos que pagan los argentinos que no están tocados por esa gracia, crean en lo que crean, se sostiene la Iglesia Católica, mientras que a los agnósticos, dejados de la mano de Dios, nadie los ayuda.

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