Mié 08.12.2004

CONTRATAPA

Batalla renacentista

› Por Sandra Russo

Mi profesora de Literatura de cuarto año era temible. No sabíamos exactamente por qué le teníamos miedo, pero cuando empezaba la hora de Literatura nadie hablaba. Ella entraba al aula prolija del colegio privado, y con ella entraba el silencio más profundo de todos, no el silencio expectante del respeto, sino el del miedo, el que parece sólido porque se lo podría cortar en tajadas. Cuando nos entregaba pruebas, no se limitaba a ponerles un puntaje. Escribía mensajes que a los dieciséis años no éramos capaces de descifrar, pero que eran siempre imperativos y alarmantes. Recuerdo una de mis pruebas, con su caligrafía exaltada ordenándome: “¡Lea a Goethe en alemán! ¡Ya mismo!”. Una de sus obsesiones era el pasaje de la Edad Media al Renacimiento. Se paraba y arengaba: “¿Quién ocupaba el centro de la Edad Media? ¡Dios! ¿Quién ocupaba el centro del Renacimiento? ¡El hombre! ¿Qué renació en el Renacimiento? ¡El pecado!”.
Hasta después de terminar el secundario, yo no había escuchado hablar nunca de la CNU. La Con-certación Nacionalista Universitaria era una agrupación paramilitar que daba apoyo logístico e intelectual a las fuerzas represivas del principio de la dictadura. Mi profesora de Literatura estaba vinculada a la CNU, a la que también estaba ligado un amigo suyo, jefe de la cátedra de Latín de la carrera de Letras de La Plata. En 1978, cursando esa carrera, presencié un brote de ese profesor en plena clase. Nos hizo jurar a noventa alumnos obediencia debida a las Fuerzas Armadas en nombre del Arcángel San Gabriel, y después empezó a gritar: “¡Saquen las armas! ¡Saquen las armas! ¡Vienen los rojos por nosotros!”. Se lo llevaron entre cuatro. Después del episodio, la clase se disolvió en silencio. Nadie sabía qué compañero pertenecía a la CNU. Algunos nos fuimos ese día y no volvimos más.
Lo que aprendí de mi profesora de Literatura de cuarto año y de ese profesor de Latín no fue poco. Los dos me revelaron, cada uno a su modo y por una vía indirecta, que hay un tipo de fanatismo religioso cuya conciencia de sí está adherida a la idea de retaguardia, a una concepción militarizada de la historia y a una paranoia que cada dato objetivo reafirma y retroalimenta. Las obsesiones de mi profesora de Literatura después de todo me ayudaron a comprender el núcleo del pasaje entre la Edad Media y el Renacimiento. El cristianismo había triunfado sobre el Imperio Romano, había erigido durante varios siglos la ingeniería del poder occidental a través de la Iglesia, había subordinado el poder político, cualquiera fuese, a su cosmovisión, que le aseguraba el dominio de las almas de todos. Y entonces llegó el Renacimiento, a desplazar a Dios del centro de la mente humana, a desplegar su iconografía neopagana, a redescubrir el cuerpo y las pasiones. Tenía razón mi profesora de Literatura cuando se inflamaba en clase y se preguntaba: “¿Qué renació en el Renacimiento? ¡El pecado!”.
En realidad, el fin de la Edad Media marcó la primera gran fisura de aquel pensamiento único occidental, que durante casi mil años mantuvo cautivo el psiquismo de millones de personas. Subterráneas, profundas, a veces insospechadas, adentro nuestro corren ideas que nos pertenecen sin pertenecernos. Provienen de una zona de nuestras mentes que nos ha sido expropiada por la cultura cristiana de la que provenimos. Desde allí, desde esos núcleos personales e impersonales al mismo tiempo, San Agustín sigue llamando inmundo a lo que es del mundo. Desde allí viene el eco de la culpa, esa manera que tenemos de examinar nuestros deseos como si fuesen rebatibles, el desprecio por el cuerpo y sus reinados, y sobre todo de allí salen las nociones de lo correcto y lo incorrecto, es decir, nuestra dimensión moral. Sobre esa correa invisible que nos mantiene atados a la vera de una fe que se promueve como absoluta, puso su dedo León Ferrari, justo en el centro de esa llaga. Los poderes nacionales o imperiales o mundiales han ido cambiando de mano y de color, y hemos sido dados a creer que en el poder político o en el poder económico recae el peso de esta civilización que nos contiene. Pero desde el fin de la Edad Media, el otro poder por el que la Iglesia no ha dejado de dar batalla cada día es el que más le interesa. El poder sobre el sujeto.
La Unión Civil entre personas del mismo sexo, la educación sexual en las escuelas, la perspectiva de género, el debate sobre el aborto. La hondura de cada una de estas cuestiones que hoy están en la agenda argentina se comprende desde la pasión innegable con la que son resistidas. Cada una a su modo suelta una rienda, des-sujeta al sujeto. Cada una de ellas implica un movimiento en esa costra de moral cristiana que llevamos tatuada en el psiquismo, seamos o no creyentes. Cada una es una posibilidad de reencuentro con ese mundo del que formamos parte, un mundo no inmundo, un mundo a la medida de nuestras estaturas. La reacción ante estos movimientos es tan fuerte porque la reacción sabe mejor que nadie que debe preservar a toda costa ese pedazo de Edad Media que cada uno lleva en sí.

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