CONTRATAPA
› EL FENOMENO BOOKCROSSING EN ARGENTINA
Los liberadores de libros
Dejan libros en cafés, plazas y subtes. Antes, les pegan una etiqueta donde se pide a quien los encuentra que lo registre en una página web, lo lea y vuelva a soltarlo. En algunos países prendió, pero aquí, con la crisis, cuesta un poco más.
› Por Andrea Ferrari
La chica deja un libro en un banco de Plaza Francia y se aleja. Observa desde una prudente distancia. Al rato, un hombre lo ve: lo toma, lo observa un momento, mira a su alrededor y se lo lleva. No es un intento de levante ni una forma de pagar el rescate de un secuestro. Es un episodio más de una actividad denominada bookcrossing. La idea, ya impuesta en Estados Unidos y Europa, consiste en “liberar” libros para que otros los encuentren, los registren en una página de Internet, los lean y vuelvan a soltarlos. Aunque en otros países cobró vuelo, en Argentina cuesta un poco más imponerla y lograr que los libros encuentren su lector entre gente que prefiere venderlos o cartoneros en busca de material de reciclaje. Aun así, hay más de 1200 personas inscriptas y algunas siembran con persistencia sus libros en cafés, plazas y estaciones de subte con la esperanza de que al fin la tendencia prenda.
La idea fue del norteamericano Ron Hornbaker, quien la registró e inauguró en abril de 2001 el sitio bookcrossing.com. Al principio se unían unas cien personas por mes, pero una vez que el proyecto empezó a difundirse a través de los medios, creció a toda velocidad. Hoy hay en el mundo unos 300.000 miembros, si bien no todos se mantienen activos. Entre los más fanáticos está un tal Richard Loeffler, ex dueño de una librería y asistente en una biblioteca, quien ya liberó unos 4000 libros. El sistema funciona así: a cada libro que se libera se le pega una etiqueta que se baja de Internet donde se le escribe un número, algo así como el DNI del libro. Quien lo encuentra lee en la etiqueta de qué trata el asunto: puede entrar al sitio de Internet y anotar que ha “cazado” el libro suelto. El que lo liberó entonces recibirá un mensaje.
La cosa ha logrado –al menos en Estados Unidos y algunos países europeos– convertirse en moda, y desde el sitio hasta se venden remeras, tazas y otros objetos con el logo del librito con patas, supuestamente para obtener recursos que financien el sitio, ya que registrarse es –y siempre será, dicen ellos– gratuito.
Desde agosto pasado, la palabra figura en el diccionario Oxford de inglés y se define así: “Bookcrossing: sustantivo. La práctica de dejar un libro en un lugar público para que sea recogido y leído por otros, quienes luego actúan de la misma manera”. Pero en los hechos es más que eso. Existen variantes como el bookring y el bookray, que consisten en que alguien ofrece un libro en uno de los foros de bookcrossing y los interesados en leerlo se apuntan en una lista para pasárselo, incluso de país en país. Según las dos variantes, puede o no volver a su dueño original. En los foros, además, se conversa sobre libros y afines. También se organizan reuniones de bookcrossers los segundos martes de cada mes. La idea es conocerse, hablar de libros, hacerse amigos, conseguir novio/a, es decir lo mismo que en cualquier reunión. Acá hubo una sola, en el Tortoni, pero la asistencia no brilló: apenas tres personas. Ese día liberaron en el café unos 20 libros. También en Córdoba hay gente intentando con ciertos tropiezos que la cosa avance.
¿Y por qué alguien puede querer desprenderse de un libro? ¿Pura generosidad? Las respuestas son diversas. Laura López Vandam, estudiante de Física de la UBA, dice que le interesó la idea y que ha liberado “algunos libros que no me gustaron demasiado, pero también otros que me gustaron mucho y pensé que a otros también podrían disfrutarlos”. Lo hizo en plazas, en colectivos, en bares y en la facultad. Pero lo de los colectivos no lo recomienda “porque la gente se lo da al chofer, y termina en una oficina de la terminal sin que nadie lo agarre”. El primero que le “cazaron”, explica, fue uno de Richard Bach, El puente hacia el infinito, que dejó en la Plaza del Avión, en El Palomar. “Ese no me había gustado mucho –dice–, pero el tipo que lo cazó me mandó un mensaje donde me agradecía. Decía: ‘Soy un hombre enamorado y me gustó mucho el libro’”. En otros casos no recibió respuesta. “Uno lo dejé en la facultad y se lo llevó el señor de la limpieza. Fui a buscarlo, me lo devolvió y lo dejé en otro lado. Ahí sí, vi que se lo llevaba un chico, pero nunca lo registró.”
“Salir de caza” significa en esta comunidad ir en busca de los libros liberados. A quienes están registrados les llega un mail cuando alguien suelta un libro. “Yo fui un par de veces –dice Laura–, pero nunca los encontré. Una vez alguien había dejado un libro de Chomsky en la estatua de la plaza San Martín. Fui, busqué y hasta le pregunté al guarda si lo había visto, pero nada.”
Se podría decir que pueden cazarse libros para todos los gustos, vista la disparidad entre los que se ofrecen. La propia Laura liberó desde títulos como el Ulises, de Joyce, o El perfume, de Patrick Susskind, hasta Química general e inorgánica o una guía visual de Buenos Aires. Si se surfea por Internet, entre los que fueron soltados en Buenos Aires en las últimas semanas aparecen: Hay unos tipos abajo, de Antonio dal Masetto, en la estación Olleros del subte D, Q, de Luther Blisset, en la plaza del Obelisco, o Los demonios de Louden, de Aldous Huxley, en la Iglesia Santa María de los Angeles, de Saavedra.
¿Y qué hace el que lo libera? ¿Le da la espalda a su libro y se va? En realidad, para la mayoría la tentación de ver al que se lo lleva es grande. Mariano Nucci, geólogo de 42 años, ya liberó cuatro libros. En un caso, dice, lo dejó en una plaza de Hurlingham. “Cuando subí al auto para irme vi que un muchacho lo agarraba. Pero después no recibí respuesta.” Para Nucci la cosa viene siendo un poco frustrante: “Liberé cuatro y ninguno fue registrado”. Parte del problema parece ser que aún no se engancha mucha gente: en Argentina hay registradas 1264 personas, pero un bajísimo porcentaje aportó algún libro al sistema. Otra cuestión es que parte de los libros “cazados” emigran quién sabe hacia dónde. “Es probable que los agarren los cartoneros”, dice Nucci.
Laura pudo ver cómo un linyera recogía un libro que ella había dejado en Plaza Francia. “Era Rebecca, de Daphne du Maurier, y estaba en inglés –cuenta–. Yo lo llevé ahí porque pensé que había muchos turistas y tal vez a alguien le interesaba.” Cuando vio que lo agarraba el linyera se le acercó.
–¿Lo va a leer? –le preguntó.
–No sé leer –le respondió el hombre–, lo voy a vender.
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