CONTRATAPA
Ser navideño
› Por Rodrigo Fresán
UNO Más allá de todos los esfuerzos hechos por Buenos Aires a lo largo de tantos años por convertirse en la mejor ciudad europea fuera de Europa, hubo algo que nunca consiguió y que –ni siquiera durante ese próximo gran disturbio climático sobre el que advierten los más catastróficos científicos y productores de Hollywood– jamás conseguirá: una Navidad con frío y, mucho menos, con nieve (a cuyos copos sólo accedimos en los cuadritos de historieta de El Eternauta y que, de ningún modo, traían paz y prosperidad para los hombres de bien). Aun así, hemos llevado la negación de esa imposibilidad a extremos aberrantes y patológicos: nos hinchamos hasta el delirio con una dieta megacalórica (ave y pan dulce y frutos secos) e insistimos en la tortura del atuendo polar para ese pobre hombre al que no le queda otra que disfrazarse de Santa Claus para así poder pagar el ave y el pan dulce y los frutos secos y –al descubrir que no le alcanza– volverá a someterse al tormento de un nuevo sauna, dos semanas después, bajo la barba y corona de algún rey mago.
DOS Semejante contradicción climática –o compulsión negadora de la realidad– me viene intrigando desde niño. Ya lo escribí alguna vez: la cosa me interesa desde que leí por primera vez el A Christmas Carol de Charles Dickens (quien, según su fan G. K. Chesterton, es el inventor de la Navidad tal como la conocemos y el que mejor ha sabido definir su ambiguo perfil de fiesta reverencialmente religiosa y eufóricamente pagana así como de metro patrón con el que medir las diferencias de clases); y vi por primera vez ¡It’s a Wonderful Life! de Frank Capra. Toda esa nieve, toda esa pasión, toda esas largas vidas definiéndose en una sola noche terrible y milagrosa.
Y ya se sabe: la nouvelle de Dickens narra la historia de un hombre malo, Scrooge, que se vuelve bueno; mientras que la película de Capra se ocupa de la trama de un hombre bueno, George Bailey, que se vuelve un desesperado. En una y en otra hay visitas sobrenaturales –ángeles y fantasmas– y las dos terminan bien aunque, bueno, yo siempre me quedé con las ganas de ver cómo seguían, que ocurriría una vez disuelta la encantadora onda expansiva de la explosión benéfica de las Fiestas y resonando otra vez el ominoso silencio de la normalidad. Porque ésa es la clave de la Nochebuena y de ese eco que es la Noche vieja, siete días después: no duran nada, son más un breve espejismo que un permanente oasis, una ínfima tregua en la guerra de todos los otros días.
TRES Aunque, claro, los síntomas se sienten desde semanas antes: la decoración de las vidrieras, las tarjetas de gente que uno no conoce o no recuerda, el fantaseo demencial al comprar un billete de lotería que tiene que ser sin duda alguna el ganador, la infaltable internación de Pinochet (este año en tándem con la de Videla), la tortura sónica de los villancicos desafinados, el video protagonizado por el perrito de Bush, y –en España– la expectativa por la llegada del especial televisivo de Raphael este año reforzada por la salida del compact-disc de canciones fiesteras Raphael vuelve por Navidad que incluye hasta un bizarro cover de Wham! Y, por supuesto, la infaltable película navideña y norteamericana. Los norteamericanos –se sabe– suelen apreciar una buena idea y, teniendo el frío, decidieron casi desde el vamos que sus Navidades serían mejor que la de los ingleses. De ahí que, hoy por hoy, New York sea mucho más entusiastamente christmas que Londres. Claro que los americanos ya calientan los motores del amor utópico con la fiesta de Thanksgiving (que, según un amigo de Brooklyn, es ese festejo en que los colonos le dieron las thanks a los aborígenes por giving sus tierras) y llegan curtidos al 24 de diciembre. Todas las grandes peleas entre familiares ya han tenido lugar en ese almuerzo a finales de noviembre. Sólo queda reconcilarse.
CUATRO Y este año, las películas navideñas son dos y no podrían ser más opuestas y me propuse verlas en una misma tarde. Poco y nada diré del almíbar pixelizado de El Expreso Polar porque la aguanté apenas diez minutos. Bad Santa –de Terry “Ghost World” Zwigoff– es otra cosa: aquí Billy Bob Thornton borda el papel de su vida como un Papa Noel borracho, ladrón, y asqueado por el comercialismo rampante de las fiestas (del que él se beneficia, porque la idea es robar los centros comerciales donde sacude su campanita); pero quien finalmente –tal vez en lo que sea una concesión a la luz en un film oscuro y desopilante como pocos– sucumbe mínimamente a cierto espíritu navideño. Lo que no impide que en Bad Santa se nos revele, finalmente, lo que siempre sospechamos: Santa Claus es el Hombre de la Bolsa. Y, ahora que lo pienso, tal vez entendimos mal el asunto: hay que ser buenos durante todo el año y el 24 de diciembre permitirnos alguna maldad con la coartada perfecta de una borrachera.
CINCO Y, lo siento mucho, la verdad sea dicha por más que la verdad sea dolorosa y Charles Dickens haya decidido no contarla por piedad hacia nosotros, para no arruinar las fiestas. Los escritores y los guionistas tienen el poder de terminar una historia en el momento en que lo consideran más oportuno; pero eso no significa necesariamente que las historias terminen ahí y –lo que dije al principio– que no sigan fuera de libro y escena. Y aquí voy, inspirado por la mala leche de Bad Santa: una semana más tarde, para el 31 de diciembre de ese mismo año, Scrooge ya había vuelto a ser tan detestable como siempre lo había sido hasta esa inolvidable y fantasmagórica Navidad. En realidad, ahora que lo pienso, a partir de entonces, Scrooge fue todavía un poco más detestable. Y existe otra posibilidad tanto más terrible: en realidad los fantasmas de las navidades fueron el producto de una conspiración comandada por Bob Cratchit –empleado de Scrooge– para quedarse con su fortuna. Tiny Tim fue operado con éxito, su paso por los quirófanos le descubrió su verdadera vocación, y acabó siendo un médico de renombre quien, en sus ratos libres, se hizo famoso bajo el alias de Jack el Destripador.
En cuanto al George Bailey de It’s a Wonderful Life!, seguro que se escapó a la mañana siguiente, mientras todos dormían, con todo ese dinero. Y por fin dejó las nieves de Bedford Falls para siempre rumbo a climas más cálidos, a una lejana ciudad de Brasil llamada Buenos Aires.