Lun 10.01.2005

CONTRATAPA

La moral no ruega, exige

Por Eva Giberti

La ofensa contra la comunidad humillada, impotente y sofocada por la indignación se multiplica. Hoy comprobamos que los chicos continúan muriendo paulatinamente, de uno en uno, como estertores de aquella noche fatídica. La muerte se ha tornado rítmica y acechante, se sabe convocada desde tiempo atrás y no abandona el lugar que el Santuario Callejero no logra exorcizar.
Es un dato histórico que el descuido, el trato negligente y el maltrato impregnan la vida social de los adolescentes cuando pretenden bailar o concurrir a recitales. Por eso la ofensa no es casual ni coyuntural sino estructurante de la relación de determinados adultos con los hijos de la comunidad. Son aquellos que les proponen, como entretenimiento, el encierro en locales carentes de la ventilación necesaria, ausentes las garantías de seguridad fundamentales y surtidos de alcoholes innobles. Paradigmas de la violencia que reside en imponer, como enseñanza, el privilegio de un modo de diversión que se propone como natural y estimulante cuando sólo constituye la exasperación del maltrato y los abusos de poder contra adolescentes que confían en que se les está ofreciendo una diversión de avanzada.
No son las bandas, no son el rock ni su público los responsables: la cultura del rock, deben saberlo quienes habilitan locales y quienes convocan la concurrencia, tiene características propias que se han procesado durante décadas en casi todo el mundo. Así como deben saber que los códigos de comportamiento entre los asistentes no los dictan los adultos sino los adolescentes. Pedirles “que se porten bien” y “no tiren bengalas porque es peligroso” cuando el peligro lo había instalado la empresa al coronar el recinto con sustancias inflamables, constituyó una burla criminal. Pretender atajar verbalmente lo que podría suceder mediante una advertencia pueril, sin tener en cuenta el estado en que se encuentran los adolescentes cuando está por comenzar un recital –ansiosos, tensos, exultantes y enfervorizados– garantiza el fracaso. Solamente las bandas pueden limitar las acciones de su público cuando amenazan con dejar de tocar. ¿Deben las bandas revisar las instalaciones y las medidas de seguridad del lugar donde van a actuar? El interrogante, que podría parecer ridículo, hoy adquiere eficacia: no alcanzó con repetir la advertencia empresarial porque la banda y sus seguidores estaban encerrados en el mismo fuego.
El apretujamiento, el amontonamiento de los cuerpos que caracteriza al público de los recitales cumple una función defensiva: “Si estamos juntos nada nos puede pasar” es la vivencia que se reconoce entre ellos y que repica en el público de otras bandas, que sin formar parte de los rockeros considerados clásicos concitan la asistencia de toda la familia dispuesta a compartir la alegría que los ritmos aportan. En cualquiera de ellas, la cultura rockera incluye a los chicos, a los hijos bebés o no, porque forman parte de esa cultura que los integra con sus padres adolescentes. Y porque se descuenta que no van a perecer por escuchar rock. No fue el rock quien los mató en Cromañón.
Ante la recomendación empresarial “no tiren bengalas”, surge, asombrada, la pregunta: si la requisa de seguridad no autorizaba el ingreso de fuegos de artificio y los chicos dicen que fueron revisados al entrar, entonces, ¿cómo es posible que el propio empresario, al reconocer el ingreso de lo prohibido, admitiera que la seguridad había fracasado y pretendiera descansar en la responsabilidad de los adolescentes cuya habilidad transgresora él mismo confirmaba? Esa paradoja mortal reguló el comienzo de la que debía ser una fiesta. Que venía precedida por accidentes en días previos, según las declaraciones de quienes asistían por segunda y tercera vez a esos encuentros. ¿O quizá sea necesario pensar que alguien proporcionaba bengalas en el interior del recinto?
La indignación de la comunidad, autónoma de las declaraciones emitidas por los múltiples responsables –que se caracterizan por la enumeración de argumentos explicativos–, todavía nos inunda. El derecho a la indignación asociado con la desesperación que actualmente surge de los textos y de los discursos que se mantienen vivos, es un aliado de las estampidas sociales que la furia avala. Pero será preciso tener en cuenta que la furia (asociada con la indignación) se articula de modo defectuoso con la deliberación que ahora es imprescindible iniciar como respuesta abarcativa que exceda el cierre de boliches y que sostenga el amparo de las víctimas que no sólo fueron jóvenes. Pero será la voz de los adolescentes –que eligen a quién quieren tener como acompañantes en sus marchas y a quiénes deciden no tolerar–, será la presencia de los padres, los familiares y los amigos, las que se instituyan como nuevo dolor sin sosiego reclamando justicia. Si como comunidad hemos de asumir el problema moral que esta monstruosa ofensa nos impuso al consagrar la violación de los derechos y las muertes de quienes pretendían compartir su alegría, será preciso, entre otras decisiones que los sobrevivientes habrán de diseñar, tener presente que ajena a la mansedumbre y a las negociaciones la moral no ruega ni solicita: exige ser incluida como razón y argumento ineludibles en las horas venideras.

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