CONTRATAPA
Condiciones para un experimento
› Por Rodrigo Fresán
UNO Sean sinceros: a ustedes también les inquieta eso de que el genoma del arroz tenga entre 10.000 y 20.000 más genes que el del ser humano. Uno lee eso en letra grande y después en letra chica se nos advierte que “la generalizada intuición de que la complejidad de un ser vivo debería correlacionarse con su número de genes ha resultado errónea”. Otra vez, el tamaño no es lo más importante. Y nosotros –que tenemos entre 30.000 y 40.000 genes– nos vemos obligados a construir un cerebro 300.000.000 de veces más complicado que el de un gusano marca Caenorhabditis elegans que cuenta con 19.000 genes. Así que lo dicho: no existe relación aritmética. Lo que no implica que uno ya nunca más vuelva a mirar del mismo modo a un grano de eso que se arroja en las bodas, eso en lo que algunos locos esculpen paisajes, eso que está considerado el alimento básico de la humanidad.
DOS Una amiga me escribe desde Buenos Aires que fue al almacén a comprar arroz; que no tenían; que el almacenero le ofreció “una taza” del suyo; y que, a cambio, le pidió su número de teléfono. Mi amiga no se lo dio, pero otra chica se la llevó hasta la góndola donde alguna vez hubo papas fritas marca Pringles (importadas) y le susurró que se lo diera, que no fuera tonta: ella se lo había cambiado por unas cajas de galletitas Oreo (importadas) y nunca la había llamado. Estaba claro que el almacenero se conformaba con arrancar teléfonos. Nada más. Esto que podría ser un cuento de Chejov o la puesta en marcha de un chiste verde –luego de haber leído lo del genoma cerealero– se me antojó como una especie de interesante parábola entre zen y Mad Max: el retorno al viejo rito del trueque donde el alimento y la carne son la misma cosa y se comercia con ellos en los difusos territorios de la espiritualidad y la fantasía. Yo le contesté a mi amiga con lo del genoma del arroz y no le causó mucha gracia, la verdad. Es comprensible. Pero qué podía decirle: ¿que lo más interesante de todo era calcular cuántos genes –o cuántos números telefónicos– puede llegar a tener una paella?
TRES Lo cierto es que yo había leído lo del arroz en mi sección favorita del diario que leo aquí, en España. Ya lo dije alguna vez: la sección se llama Futuro, pero narra noticias de este presente futurista. Arranco esta página día a día y me la guardo para el final: para después de las cacerolas, los muertos de Yenin, los francotiradores que entran a colegios, la alegría de Le Pen y esa cada vez más perturbadora sonrisa de Bush. Leo estas noticias científicas como lo que en realidad son: primeras planas de otro mundo que está en éste. Los acontecimientos históricos que suceden en una Historia alternativa. Las leo y en ocasiones –a pesar del lenguaje simplificado para turistas de lo tecnológico– no las entiendo. Pero me provocan una rara tranquilidad. La sensación y el consuelo de que se están haciendo y están teniendo lugar otro tipo de cosas. Así, por ejemplo, me entero de que un estudio identificó una región del genoma de la rata con el sitio exacto donde se genera el miedo (la región se llama QTL y está en el cromosoma 5), que hubo un pequeño retraso para el acelerador europeo LHC (¿qué será eso?), y así encontré mi titular favorito de los últimos tiempos. Aquí lo tengo, lo guardé, lo saco de tanto en tanto: Indagaciones sobre la extraña fuerza de una hoja de papel arrugada. Parece ser que al arrugar una hoja de papel y estrujarla hasta hacerla una bola, ni el hombre más fuerte del mundo es capaz de hacerla más pequeña que el tamaño de una pelota de golf. Esto ha generado toda una batería de especulaciones y experimentos que han inspirado las siguientes palabras al matemático y físico de Cambridge Lakshminarayanan Mahadevan: “Es precioso que haya empezado a hacer experimentos detenidos con el arrugamiento”.
CUATRO El otro día yo estaba haciendo experimentos de éstos con varias cartas de una extraña orden religiosa que por algún extraño motivo llegan puntualmente a mi casa cuando una extraña noticia desde el Vaticano –mi otra sección favorita– informaba que se estaba estudiando la elaboración de una plegaria para ser pronunciada durante la cremación de cadáveres, experimento y costumbre cada vez más generalizada y no muy contemplado por la tradición cristiana. A los fieles les preocupaba hasta ahora eso de cómo resucitar el Día del Juicio Final si no hay cuerpo disponible. Un cardenal chileno explica: “Para la omnipotencia de Dios, resucitar una momia o unas cenizas no representa gran diferencia”. Lo que, pienso, implica que las cenizas no deben esparcirse. Me quedé todavía más intranquilo cuando, a vuelta de página, ahí estaba la noticia: La vida se asienta en siete condiciones esenciales. Parece que ahora ya no importa tanto cómo empezó sino cómo hacer que siga. Las siete condiciones vitales –según el biólogo Daniel E. Koshland– son éstas: 1) Programa; tiene que haber algún plan lógico; 2) Improvisación; tiene que haber espacio para encontrar nuevas soluciones a nuevos problemas; 3) Compartimentos; tiene que existir espacio para que no se produzcan mezclas extrañas entre las diferentes clases de organismos vivos; 4) Energía; tiene que poder accederse a aquellos combustibles o fuerzas que mantienen todo el asunto en movimiento; 5) Regeneración; las pérdidas metabólicas tienen que compensarse con medios y métodos de recambio; 6) Adaptabilidad; tiene que encontrarse el espacio para producir nuevas respuestas de comportamiento a el “programa fundamental” y no confundir esto con el ítem 2; y 7) Seclusión, tener la capacidad para aislarse de ciertos acontecimientos públicos y de la vida social para reflexionar a solas.
Fue entonces cuando comprendí que hoy en la Argentina –¿cuál es el genoma de nuestro país?– no están dadas ninguna de las siete condiciones esenciales para la vida.
Es entonces cuando –cansado de los ritos paganos del arroz, de la resistencia secreta de las hojas de papel, de la potencia divina de los cuerpos en llamas, del genoma de nuestro descontento– decidí ponerme a experimentar leyendo el horóscopo. Lo bueno de los horóscopos y de su incondicional ciencia futurista es que aseguran decir la verdad, pero uno les cree sólo cuando tiene ganas de creerles.