Sáb 04.05.2002

CONTRATAPA

Un empate de carencias

› Por José Pablo Feinmann

Durante el siglo XX, en la Argentina, las crisis políticas graves se resolvieron por medio de dos mecanismos: integración o exclusión. Hoy, la pregunta que nos sofoca es: ¿cómo se sale de esto? ¿Cuál de los dos instrumentos terminará por imponerse? ¿Se llegará a una integración pacífica o se buscará el camino de una exclusión violenta? Aún más: ¿qué elementos requiere cada uno de esos caminos? ¿Existen en la Argentina de hoy? ¿Existen los elementos que posibilitarían una salida integracionista? ¿Existen los que posibilitarían una exclusión autoritaria y violenta?
En 1912, Roque Sáenz Peña e Hipólito Yrigoyen realizan el paradigma del esquema integracional. La oligarquía –sus sectores más lúcidos– advierte que debe entregar representatividad política a los inmigrantes. A la “chusma ultramarina”. Tuvo que festejar el Centenario con Estado de sitio. Con diarios anarquistas clausurados, con obreros en prisión, con atentados ácratas. Lo sabe: no puede seguir gobernando así. Si la política inmigratoria trajo al país a la “chusma ultramarina” es necesario ahora darle derechos, si no, los arrancará por la violencia y habrá que reprimirla, y la inestabilidad política se hará permanente y el país ingobernable. Le dicen a Yrigoyen: habrá sufragio universal, seguramente ganará usted, gobierne, será respetado todo menos las “ideologías revolucionarias”. Yrigoyen, a partir de 1912, gobierna el país y pone en práctica el primer gobierno integracionista del siglo XX: las clases medias, los pequeños ahorristas, los pequeños propietarios agrarios, los obreros reciben la cobertura política del radicalismo yrigoyenista. Para la oligarquía, la “chusma ultramarina” se transforma en “chusma yrigoyenista”. Es el precio menor. Algo había que hacer con tanto gringo revoltoso o potencialmente revoltoso y el radicalismo lo hará. Lo hace, en efecto. Y también, prolijamente, castigará a los insurgentes revolucionarios siempre que haga falta.
Como sea, la oligarquía jamás estará satisfecha con Yrigoyen. Es el integracionismo, y la oligarquía le tiene alergia al integracionismo: siempre implica conceder, atarse las manos, perder velocidad para los buenos negocios, respetar legalidades que debilitan su poder omnímodo. Hay dos maneras diferenciadas, en el tiempo y en la radicalidad de los métodos, de acabar con Yrigoyen. El radicalismo de los buenos modales, incluso elegante de Alvear. Con él, el partido se acerca más a los escenarios de la oligarquía que a los de las clases bajas que ha llegado para integrar. Y luego, Uriburu, quien derroca al radicalismo integrador porque Yrigoyen había regresado a la presidencia. No hay caso: los integradores siempre instituyen gobiernos permeables a través de los cuales se infiltran los extremismos. La democracia es el caldo permisivo de las ideas socialistas. Es la hora de la espada.
Digámoslo ya: la oligarquía, en 1930, contaba con muchos elementos para reemplazar el integracionismo yrigoyenista. 1) Yrigoyen estaba viejo y gastado. 2) El Ejército poseía un prestigio tan alto como para que Lugones dijera de él que era la última aristocracia. 3) Existía un “jefe predestinado”, tal como Lugones (también en el discurso de Lima por el centenario de la batalla de Ayacucho) lo reclama. Era el general Uriburu. 4) Las masas estaban desalentadas. 5) El periodismo, airadamente, reclamaba la solución autoritaria, anti-integracionista. 6) La economía y la espada no tenían contradicciones. La salida era y fue horrible, pero existía.
El otro gran movimiento integracionista es el peronismo del ‘45. La sustitución de importaciones –determinada por las crisis europeas– había impulsado un movimiento de migraciones internas que nadie parecía poder controlar. Lo hace Perón, pero se excede en su política agresiva con el poder siempre integrado de los dueños de la tierra y las finanzas. Además, ahí está Eva Perón, más desbocada y peligrosa que el General. Insisto: elpoder capitalista burgués, en la Argentina, puede conceder la salida integracionista, pero siempre a regañadientes. Desea ejercer directamente el gobierno y controlar de modo menos contradictorio lo que siempre controla: el poder. A partir de 1952, Perón se convierte en su propio Alvear y empieza a mejorar sus modales: viaje de Cereijo a Estados Unidos en busca de capitales, contrato con la California. No obstante, este giro aperturista y liberal no calmó a sus enemigos, que lo derrocan en 1955. ¿Con qué contaron? Con todo: con los Estados Unidos, con el Ejército en su más amplia totalidad, con la burguesía oligárquica, con los medios de difusión, con las clases medias. La solución no arregló nada, empeoró todo, pero existió. Luego de 18 años, Perón vuelve, no puede manejar, como Padre Eterno que decía ser, las contradicciones de su movimiento y no dura ni un año en la Presidencia, se muere y deja las cosas en manos de López Rega e Isabel, a quienes los militares del ‘76 echan fácilmente, contando (también) con todo. Es decir, apoyo de las clases medias, “jefe predestinado”, empresarios belicosos y decididos, políticos cómplices, Kissinger, todo. Fue el supremo horror, pero existió una resolución del conflicto. Quiero ser claro: la historia siguió en la modalidad del terror estatal, pero siguió.
Hoy, pareciera que la historia no tiene elementos para ir hacia ningún lado. Ni aun hacia el lado oscuro del terror y de la muerte. Ni aun hacia la plenitud, o hacia una sensata integración. ¿Qué posibilitó los gobiernos integracionistas, ampliados de Yrigoyen y Perón? Las clases populares tuvieron una adecuada, una muy funcional cobertura política. Yrigoyen integró bien a la “chusma ultramarina” en un partido de centro, que les daba cobijo. También Perón dio impecable cobertura política a los “grasitas” de las migraciones internas por medio de un partido que exhibió, en sus mejores momentos, comprensión social y hasta generosidad. En el ‘30, los fascistas de Uriburu son la encarnación vernácula de una lucha internacional que el capitalismo, en su modalidad fascista, emprende contra el comunismo. Y en el ‘55, y en el ‘66, y en el ‘76, los militares representan la posibilidad de “extirpar” el conflicto y resolverlo; de la peor manera, de acuerdo, pero se quiebra el “empate inmovilista”. Que es el que hoy tenemos.
No hay “jefes predestinados”. Hoy, Lugones tendría que componerle una oda a Seineldín y difícil verlo en eso. No hay militares: ni sanguinarios al estilo Videla ni integracionistas al estilo Perón. No hay clase política: padece el más grave de los desprestigios de su historia y nada indica que podrá salir de donde está. El poder económico no sabe dónde apoyarse y solo no puede gobernar. Los poderes del Imperio nos han abandonado. No parecemos importarle mucho a la administración Bush, y el FMI exhibe su torpeza una y otra vez. El “pueblo”, la “gente” o la “multitud” ofrece aristas interesantes en los piqueteros y los asambleístas, pero aún no puede desempatar: les cuesta salir del horizontalismo, establecer una identidad política, organizativa, ejerce bien la democracia directa, pero la democracia directa es inmediatista y toda política de poder exige mediaciones. La izquierda se atomiza. Hay, en suma, un empate. Pero no un empate de fuerzas sino un empate de insuficiencias, carencias, incompletudes. Así, no hay conflicto. O meramente hay un conflicto de debilidades, y ese tipo de conflictos nunca resuelve la historia, nunca la desempatan, nunca la impulsan hacia ninguna parte. La situación es peligrosa porque se presta para el aventurerismo. En medio de un panorama en el que “nadie puede”, sólo podrá el sector más osado, más irresponsable, más aventurero. Acaso, entonces, la primacía de la hora sea impedir esa posibilidad: la del golpe de mano, la del salto al vacío que será, inevitablemente, no integracionista sino autoritario y violento.

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