Mié 16.02.2005

CONTRATAPA

La hostería de Quique

› Por Luis Bruschtein

Un lujo del veraneo en Córdoba: sacarse una foto con la llama cuarenta años después en el mismo lugar, junto al dique San Roque. Nadie sabe si es la misma llama a la que se acercó a desgano cuando tenía diez años, presionado por los viejos, temeroso por la mítica escupida más correctamente achacable al guanaco. Ni el mismo tipo, ahora canoso, cincuentón y un despunte de barriga. Pero la foto está ahí, a los diez años y a los cincuenta y pico, con la llama fotogénica y el embudo del dique. En vez del gorrito de coya con orejeras, al animal le ponen ahora un sombrero de charro mexicano.
Es así en unas vacaciones cuando uno se embarca en la búsqueda de raíces y respuestas. Por ejemplo, tirarse en parapente desde 1500 metros de altura en el camino de las altas cumbres. Es decir, no tirarse. Llegar hasta ese punto, mirar abajo y sentir un dolor en el dedo gordo del pie por el vértigo. Y desistir vergonzosamente mientras la pareja de uno se lanza al vacío con total naturalidad.
Raíces y respuestas. La inquietud de saber cómo le fue a un amigo que quemó naves en Buenos Aires para irse a vivir a un pueblito de las sierras. La voz es inconfundible. Pero ahora ya no sale de la radio haciendo chistes o hablando de política. Se lo escucha decir “pasame la cuchara”, “teneme el andamio”, “necesito más mezcla” o cosas por el estilo, mientras construye con prodigiosa laboriosidad su inminente hostería.
San Marcos Sierra, ahí nomás del esotérico Uritorco, pero sin extraterrestres, solamente Quique Pessoa y familia. En principio, no se ve la ganancia, porque antes hacía radio, y ahora trabaja. Pero el hombre está feliz, ha perdido peso y se lo ve flaco, por lo que ha quedado algo cabezón.
Una placita con sombra fresca, calles de tierra, una antigua capilla y un insólito museo hippie. “Con ustedes ya van tres que preguntan por la casa de Quique Pessoa”, contesta el mozo que trajo el chivito al asador, un manjar de la zona. Son sus antiguos oyentes que lo siguen en su aventura cordobesa con la misma fidelidad con que lo hacían cuando iba de locutor por la radio. Llaman a la puerta con alguna timidez, saludan y siguen viaje como si hubieran visitado a un pariente.
“¿No extrañás la radio ni un poquito?” es la pregunta que uno necesita hacer. “La verdad que sí –reconoce mientras fuma un habano y comparte el mate–, un poquito, pero con el aire puro, la libertad que tengo aquí... la cosa se equilibra.” Y resulta que Quique se desprendió de algo tan difícil y no se muere de abstinencia. Esta profesión (y además el fierrito) se le pegan a uno como si fueran otra piel y el hombre tomó su decisión cuando estaba en un buen momento. No fue que la radio se despegó de su persona, sino al revés.
Se levanta temprano, sale al monte con la motosierra a cortar leña para calentar la casa y empieza la rutina de albañil. “Para hacer esto hay que estar bien con la pareja”, reflexiona. “En la soledad del invierno cualquier problema se multiplica.” Leda, su mujer, ha viajado hasta Cruz del Eje. Junto a un grupo de vecinos están tratando de que se mejore la atención de salud en el pueblo.
Vendió la camionetita canchera que tenía (“aquí no me servía para nada”) y compró una poderosa y antiquísima F-100 y un Falcon, los dos, especie de tanquetas oxidadas, con equipo de gas. Le gusta el trato con la gente sencilla del lugar y sueña con hacer algo de radio, aunque sea un ruidito, hablando de ellos o con ellos. De Buenos Aires no queda casi nada, vendió todo o se lo trajo a Córdoba. Solamente quedó la Torama, la lancha tigrera, 11 metros de eslora y de madera que calafateaba primorosamente todos los años. “No sabía qué hacer con la Torama, al final decidí venderla también, pero no hubo interesados hasta esta mañana que me llamó un amigo.”
De las vigas del techo de la casa cuelga su colección increíble de faroles. En un rincón del patio está la prensa para hacer vino casero, otra afición que ejerce a modo de rito familiar y de la que resulta un vino suave y pegador. Y en otra zona del patio, debajo de un arbolito que está creciendo, está la placa de bronce con los restos de su padre. “Papá estaba en un nicho en Rosario, pero era del campo, todo esto le hubiera gustado, así que lo consulté con la familia y me lo traje.”
Y entonces uno se despide de Quique con la misma sensación-reflexión que cuando no se tiró con parapente: “Puede ser que me esté perdiendo de algo bueno”.

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