Dom 05.05.2002

CONTRATAPA

Envases

› Por Sandra Russo

El taxista tenía un malambo en la cabeza. Primero dijo que los militares están “mejor preparados” que los civiles, y aunque no aclaró para qué, ante el repudio unánime de su público, que se agotaba en mi persona, terminó confesando que va a votar a Luis Zamora porque lo vio vender libros y no duda sobre su honestidad (todo el mundo ha visto a Luis Zamora vender libros. ¿Venderá libros de verdad o se tratará de la campaña política más lenta e ingeniosa de la historia?). Sin solución de continuidad, el taxista agregó que él, en realidad, siempre había apoyado a Menem. “La casa que tengo la tengo gracias a Menem”, dijo. “Ya la va a tener que devolver”, le contesté, harta de esta nueva modalidad porteña que consiste en hacerles de analista a los taxistas. Si era al revés.
Como cualquier paciente que paga por sus cuarenta y cinco minutos de rigor, el taxista se creyó con derecho, pese a que era yo la que iba a pagarle siete pesos por la media hora que tardó en llevarme del Bajo a Palermo, a seguir explayándose con detalles acerca de sus sueños deshechos. “Era tan lindo... Con mi mujer nos parecía que soñábamos cuando nos mudamos”, suspiró. “Sacamos un crédito de treinta mil dólares y por fin nos fuimos de la casa de mis suegros. Fueron tres años de tocar el cielo con las manos. El último año ya fue un infierno, porque era prender la radio y esperar la noticia, ya se sabía que la convertibilidad se terminaba”, detalló. Y entonces, me deslizó su perla: “¿Sabe una cosa? La convertibilidad era un envase. ¿Se fijó que la época de Menem fue la época de los envases?”.
No sé qué me habrá querido decir, pero tenía razón. Durante el menemismo florecieron los envases. Reinaron Pancho Dotto y Ricardo Piñeyro, impusieron envases femeninos de modelos, las mujeres comenzaron a operarse en masa buscando un propio envase mejorable, las góndolas de los supermercados y los estantes de las perfumerías tentaron a los consumidores con los packagings de los productos importados, los servicios de delivery se multiplicaron en los barrios gracias a los envases que permitían que la pizza llegara caliente. Envases juveniles, pulposos, metálicos, herméticos, de cartón corrugado, livianos, colagenados, neutros, básicos, artesanales, baratos.
Coca Cola y Pepsi Cola ya hacen escasear latas de gaseosas en los kioscos, y han puesto en funcionamiento un plan que en breve no sólo hará desaparecer los envases de plástico, sino que también nos hará volver al retornable de vidrio. ¿Se acuerdan cuando había que ir al almacén con la bolsa de botellas vacías? Si no se acuerdan, se acordarán. Los envases de plástico triplicaron su costo tras la devaluación. Los vidrios, en cambio, son de absoluta producción nacional. ¿Cómo no habría de ser así en un país especialista en comer vidrio?
En la panadería de mi barrio, una cartulina escrita con marcador grueso indica que “ante la falta de insumos, les rogamos a nuestros clientes que guarden la bolsa de plástico y vuelvan a traerla”. En el restaurante que vende comida hecha, analizan la opción de mantener el delivery con moto y envases descartables a una tarifa más alta, pero agregando la opción de que los clientes se acerquen con sus propios tuppers o sus propias ollas, como cualquiera que haya tenido infancia recordará haber hecho.
Descartado el envase descartable de la convertibilidad, queda a la luz su hueco, su ficción, su falta de raíces, su imaginería, su efecto alucinógeno. Fue un tren fantasma divertidísimo lleno de chascos y de payasos que a veces, como todo payaso que se precie, lloraba en cámara. Diez años de envases practiquísimos, que nos hicieron cambiar de hábitos y por momentos nos hicieron, también, creer que aquello era el progreso. Nunca hubo contenido. Y ahora tampoco está el envase.

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