Lun 21.03.2005

CONTRATAPA

El juego de las estatuas

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO:
Es uno de los juegos de mi infancia que recuerdo con más cariño. Y a pesar de tratarse de un juego antiguo, muscular y unplugged, es también un juego que parece habérselas arreglado para aguantar el embate eléctrico e informático (lo digo porque el otro día espié a unos niños jugándolo en una plaza de Barcelona) y que sigue teniendo lo suyo (el otro mismo día escuché las carcajadas de los mismos niños jugándolo en la misma plaza de Barcelona). Y –se sabe– no hay nada más difícil que poner por escrito las reglas de cualquier juego muy fácil de explicar in situ y en voz alta y chillona y tan joven. A ver: se llama El Juego de las Estatuas. Y la cosa va más o menos así: uno de los participantes se ubica de espaldas al resto y, de tanto en tanto, se da vuelta de improviso. Ante su mirada de gorgona, el resto –que tiene que ir avanzando hacia él desde el fondo del paisaje, sólo cuando este petrificador no los mira– debe paralizarse en las posiciones más absurdas. Si alguno de ellos tiembla o cae o no puede soportar la súbita pose con gracia y equilibrio es prontamente eliminado. Si alguna de las estatuas logra llegar hasta el monstruo y tocarle la espalda sin haber sido condenado, entonces ganará la partida y ocupará el sitio del fulminante destructor de estatuas. Y volver a empezar. Y así hasta que un día nos convencemos de ser demasiado grandes para seguir jugando a tan magníficas pequeñeces.

DOS:
Lo que no quiere decir que la magia y el poder de las estatuas no nos siga acompañando por el resto de nuestras existencias. Empezamos trepándonos a ellas y –casi desde ahí nomás– la vida parece obligarnos a desear pedestales donde subirnos para recibir una metálica corona de laureles enseguida herrumbrados. El sueño de la estatua propia. Y de este modo algunos pocos acaban fundidos en metal y muchos terminan con los huesos fundidos. Y esto es todo, amigos. Y la carne perece y el bronce permanece. O no: porque pocas cosas hay más excitantes que aniquilar una estatua (recordar la imagen reciente de ese gigantesco Saddam derribado en Bagdad) y de ahí que en las guerras antiguas fuera costumbre derretir estatuas para reconvertirlas en balas y cañones. No había nada más paradójicamente indigno, supongo, que ser acribillado y derrotado por las esquirlas de aquello y de aquel por los que se luchaba y se defendía hasta la carnal gloria estatuaria del rigor mortis y la representación abstracta de esas estatuas al soldado desconocido.

TRES:
Y, de algún modo, las estatuas no dejan de ser como fantasmas tangibles: tiempo fosilizado, historia inmóvil, recordatorio a perpetuidad. Pensaba en esto hace unos años mientras caminaba por un cementerio de estatuas comunistas en las afueras de Budapest. La idea original del nuevo gobierno había sido destruirlas; pero desde Rusia llegó veloz un memorándum advirtiendo que si ellos despedazaban la abundante imaginería soviética, entonces un bonito monumento en Moscú alzado en memoria de los épicos soldados húngaros también volaría por los aires. Por lo que se llegó a un acuerdo: construir ese camposanto para estatuas caídas en desgracia y allí –caídos, inclinados, deteriorados, enormes pero empequeñecidos– estaban todos ellos: Lenin y Stalin y el resto de los camaradas. Sí, de tanto en tanto, las estatuas incomodan. Para algunos son como la prueba fehaciente de los errores de quienes las erigieron. Para otros son la prueba incontestable de que las cosas no salieron como se pensaba. Y para muchos suelen afear el paisaje y son repetitivas hasta el absurdo: todos esos hombres y mujeres con el rostro frío de mirar hacia el mañana y todos esos generales a caballo señalando el futuro y negándose a admitir que son parte de un pasado que ya poco y nada tiene que ver con este presente.

CUATRO:
Lo que nos lleva al episodio acontecido en Madrid hace unas noches cuando –de golpe y sin aviso– se retiró la última estatua de Franco que quedaba en la ciudad. A Miguel Angel le llevó tres días transportar desde su estudio y plantar su David en una plaza de Florencia. Franco, en cambio, fue removido en un ratito. Una estatua grande y alta que desde 1956 y por 49 años tiranizaba el perímetro de la Plaza de San Juan de la Cruz, en el barrio de Nuevos Ministerios. Y, claro, algunos revolearon bufandas eufóricas y otros se rasgaron las vestiduras. Y lo cierto es que en noviembre del 2002 el Congreso había aprobado por unanimidad una declaración –promovida por el PSOE pero asumida también por el PP– donde se condenaba la represión de la dictadura. Pero una cosa son las palabras y –ojo, que todavía quedan Francos en Santander, Melilla y Guadalajara cuyas desapariciones ya han sido anunciadas– otra muy diferente son las estatuas. Así, al día siguiente el opositor a todo y portavoz del PP Eduardo Zaplana criticaba al “gobierno más radical de la historia democrática” por sus “lecturas parciales de nuestra historia”. Mariano Rajoy –líder y, por lo tanto, más sutil– condenaba a Zapatero por “resucitar el pasado” con “un acto de cara a la galería”. El PSOE e Izquierda Unida se felicitaron mutuamente por acabar con un símbolo “de división” –la orden de obras solicitada el pasado 24 de febrero especificaba una “revisión” (con retirada, si procede)–, cuyo lugar será ocupado por un monumento “que celebre la concordancia entre los españoles”. Lo que es relativo, claro; porque al correrse la voz fueron varios los que se acercaron al lugar –mientras un camión se llevaba a Franco y a su caballo cubiertos por un pesado manto– para dejar flores, cantar Cara al sol bajo la luna con el brazo en alto, aullar cosas como “¡Con nocturnidad y alevosía!” y “¡Democracia mierda y Constitución mierda!” o agarrarse a patadas con el que saltaba de felicidad haciendo flamear una bandera de la Unión Europea. Una señora muy elegante se lamentaba con “me lo hubieran dado a mí, que tengo un jardín precioso en mi finca de Valladolid”, un adolescente se preguntaba cómo indicarle a un levante de horas atrás que “ya no podrían quedar junto a la estatua del Franco”, y Joaquín Sabina –que venía del 99 cumpleaños del escritor Francisco Ayala y, al enterarse, decidió darse una vueltita– se acercó a las cámaras para, aforístico, soltar un “Está bien que no esté”.

A la mañana siguiente no se hablaba de otra cosa que del juego de esta estatua y las palomas, pobrecitas, se preguntaban en quién se iban a cagar a partir de ahora.

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