CONTRATAPA
Lo de Kirguistán
› Por Juan Gelman
Los dos líderes más importantes de la asonada que desplazó al gobierno pro-ruso de Askar Akáyev en Kirguistán concertaron un acuerdo el martes que pasó: quien fuera alguna vez primer ministro del régimen derrocado, Kurmanbek Bakiyev, aceptó la exigencia del ex ministro de Seguridad del mismo régimen Félix Kúlov y reconoció la legitimidad del parlamento elegido el 27 de febrero en comicios que no se cansó de tildar de fraudulentos. Los nuevos legisladores, a su vez, nombraron presidente en funciones del país a Bakiyev, y jefe de las fuerzas de seguridad a Kúlov. El acuerdo es frágil: ambos tienen apetitos presidenciales y el exiliado Akáyev insiste en que no ha renunciado, creando así un obstáculo de índole constitucional. Por lo demás, Kúlov construyó un partido propio que nunca se sumó a la coalición opositora dirigida por Bakiyev.
El embajador de EE.UU. en Kirguistán, Stephen Young, se apresuró a saludar el cambio: “Mi país está orgulloso de jugar un papel de apoyo (a la ex oposición)”. Ese alborozo da por sentado que el país asiático es una nueva pieza del dominó que ha arrancado a Ucrania y Georgia de la órbita de influencia rusa gracias al empeño de la Casa Blanca de “llevar la democracia” al mundo entero. Ocurre que los antecedentes de los nuevos demócratas kirguises no parecen favorables al propósito: cuando fue primer ministro, Bakiyev ordenó en marzo del 2002 que la tropa disparara con fuego real contra una multitud que protestaba, en el sur del país, por el arresto de un parlamentario local. Cinco muertos. Kúlov, cuando fungía como viceministro del Interior, aplicó la misma receta contra manifestantes que intentaban tomar una comisaría alentados por la agonía de la URSS. Varias decenas de muertos (The Moscow Times, 25-3-05). Y lo que se dirime en Kirguistán no es precisamente su conversión a la libertad donada por W. Bush.
Cabe preguntarse la razón del interés que la Casa Blanca manifiesta ahora por un país pobre, montañoso, escaso de petróleo y que no representa amenaza alguna para Washington. La ubicación estratégica de Kirguistán en Asia Central proporciona parte de la respuesta. La situación es al respecto peculiar. En la era soviética, Moscú instaló una base aérea de 500 hombres en Kant, próxima a Bishkek, la capital. Desde los inicios de la “guerra antiterrorista” –incluso bajo el régimen de Akáyev–, EE.UU. otorga una ayuda económica a Kirguistán a cambio de la instalación de una base militar en Ganci, también próxima a Bishkek; cuenta con 1500 efectivos y de ella parten constantemente vuelos hacia Afganistán. Luego de invadir Irak los militares norteamericanos pidieron más: que se les permitiera desplegar en Ganci los aviones-espía AWAC, con fines imaginables. Esto alarmó a Moscú. Un par de semanas antes de las elecciones parlamentarias impugnadas que alentaron la revuelta, Bishkek resolvió denegar a EE.UU. el permiso que solicitaba (Eurasia.org, 15-2-05). Y el general Vladimir Mijailov, jefe de la fuerza aérea rusa, declaraba que se ensancharían y extenderían las pistas de aterrizaje de la base de Kant para permitir la llegada de todo tipo de aviones militares (Iter-TASS, 11-2-05).
Otra cuestión preocupaba además a EE.UU.: el hoy derrocado Akáyev había comenzado a reprimir a los fundamentalistas islámicos, en especial a los miembros del Hizb-ut-Tahir al-Islami, un partido que se propone crear un califato único con todos los países de esa confesión en el que se aplique “la doctrina islámica pura”. Su rama militar tiene conexiones con los terroristas chechenos y tayikos y con el no menos terrorista Movimiento Islámico de Uzbekistán. El gobierno Akáyev ilegalizó al Hizb-ut-Tahir y en junio del 2004 el portavoz del Consejo de Seguridad kirguís, Tokon Mamitov, denunció que el partido proscripto “explota la excesiva atención que le prestan instituciones como la Freedom House de EE.UU.” (Informe sobre Asia Central N 298, Institute for War and Peace, Londres, 9-7-04). Es notorio que el gobierno norteamericano financia a esa “organización sin fines de lucro”, dedicada a “promover la democracia en todo el mundo”. Su director es James Woolsey, ex director de la CIA, y apoya a todo grupo terrorista antirruso en movimiento por Medio Oriente y Asia Central. Los considera apenas “disidentes”.
Los terroristas chechenos gozan en particular de la excelente amistad de Richard Perle, asesor del Pentágono; Elliot Abrahams, el del escándalo Irán-contras; Michael Ledeen, del Instituto Empresarial de EE.UU., poderoso lobby pro-israelí, y de otros “halcones-gallina” que desde el Comité Estadounidense por la Paz en Chechenia sostienen a los autores de atentados sangrientos en Rusia y los proclaman “luchadores por la libertad y la democracia”. Ese comité “independiente” aplica y difunde las políticas de la Casa Blanca, desde luego. Es que para W. todos los terroristas son iguales, pero algunos son más iguales que otros.
Washington ha invertido e invierte millones de dólares en las ex repúblicas soviéticas para terminar con los regímenes pro-rusos y establecer “gobiernos amigos”. Woolsey califica de “fascista” a Putin. W. Bush dice que es antidemocrático. Rusia y China reaparecen como enemigos potenciales en los proyectos de reorganización militar que cocina el Pentágono. El imperio va por todo y se siente el feo olor de una guerra fría II. Fría, por ahora.