CONTRATAPA
La Salita
› Por Sandra Russo
Hace diecisiete años, Nora, que es psicóloga, y Mabel, que es trabajadora social, se hicieron amigas apilando ladrillos. Ya trabajaban, las dos, en la Sala Nº 3 del barrio Las Torres, de Pontevedra, partido de Merlo. Pero cuando se conocieron, la Sala propiamente dicha no existía, así que ellas dos participaron, junto con los vecinos, de aquella construcción. Era la época del Plan Atamdos, que impulsaba desde la gobernación el ministro de Salud Floreal Ferrara. Se creaban, en diversos y múltiples puntos de la provincia Salas de Atención Primaria de la Salud concebidas, junto con las escuelas, como los corazones de los barrios. Equipos multidisciplinarios se proponían dar respuestas a las problemáticas sanitarias de los barrios más castigados. Esta última oración podría colarse en un informe desabrido o pretencioso o en cualquier discurso de la tradicional política bonaerense. “Dar respuestas a las problemáticas sanitarias de los barrios más castigados.” ¿Qué significa eso en realidad? Mabel responde, con naturalidad: “Si viene un vecino alcohólico, decirle, por ejemplo, quédese acá a pasar el día. Hacerle lugar”.
Pero después de diecisiete años de continuar yendo cada día a la Salita, mientras los demás equipos de aquella época se fueron des-hojando y extinguiendo, el jueves 17 de marzo a Nora y a Mabel les llegó intempestivamente una orden de traslado. Desde el municipio que conduce el intendente Raúl Otacehé se decidía que ellas debían abandonar sus lugares de trabajo. Les asignaban puestos en dos hospitales de Merlo. La noticia cayó como una bomba de estruendo en el barrio. “Sacan a las chicas”, dice Rita, una vecina, que fue la voz que empezó a correr por Las Torres, llevada de boca en boca por las mujeres que escucharon la noticia mientras vacunaban a sus hijos o esperaban a sus médicos. “Sacan a las chicas”, le decía una vecina a la otra, y todas sabían que las chicas son Nora y Mabel.
Las dos se negaron a firmar la orden y llamaron a ATE para que alguien fuera al municipio a averiguar las causas del traslado. Las mujeres iban llegando a la puerta de la Salita, arremolinándose allí en defensa de “las chicas”, que durante tanto tiempo habían acompañado las situaciones puntuales y difíciles planteadas por embarazos adolescentes, violencia familiar, nacimientos de bajo peso, consumo de sustancias tóxicas, depresiones y disfunciones familiares emparentadas con el desempleo y las sucesivas crisis. Mientras las mujeres empezaban a juntar firmas y organizaban una protesta al día siguiente en la intendencia, al representante de ATE, en el municipio, se le respondía que no había ninguna “razón técnica” para el traslado. “Es una decisión política y no tiene marcha atrás”, fue la frase que precedió al portazo.
“Decisión política” significa, en este marco, que los punteros del intendente se atrincheran para aceitar el clientelismo y que no quieren interferencias. En especial, no quieren competencia kirchnerista. Quieren bloque, aparato, “lealtad” en el peor sentido del peor peronismo. Ni Mabel ni Nora son activistas políticas. “Pero y si lo fuéramos, ¿qué?”, se pregunta una de ellas.
El nerviosismo invadió el barrio. Más mujeres y muchachos se juntaban en las puertas de la Sala. Una nueva directora intentó hablar y la abuchearon. Cuando llegó la noticia de que el traslado era injustificado, los vecinos pasaron de la puerta al interior de la Sala. La tomaron. Vino la policía. Los ánimos estaban completamente enrarecidos. Parecía, cuentan ahora “las chicas”, que todo iba a estallar. Pero no fue la policía la que disuadió a los vecinos. No fue el temor a la refriega. Fueron los punteros políticos del intendente los que llegaron a la Sala con el as en la manga. “Amenazaron con cortarnos los planes Jefes y Jefas”, dice Rita. “Imagínese: dependemos de eso”, explica con una racionalidad no exenta de cierta humillación. Los punteros no sólo manejan los planes sino también otros beneficios sociales, como los bolsones de alimentos y la administración de un comedor barrial al que van los ancianos. “La gente se asusta”, completa Rita como si hiciera falta. “Estamos en manos de ellos.” Y el susto hizo que la gente se aturdiera, y que se fuera desconcentrando. Acaso todavía inseguros del susto que son capaces de provocar, los punteros y un par de concejales leales al intendente monitorearon al día siguiente el micro en el que los vecinos iban a ir al Municipio para quejarse. Pero allí reconfirmaron su capacidad de apriete, relata Rita: al micro no se animó a subirse casi nadie. Y a estampar la firma en el petitorio tampoco. Tiemblan al imaginar que cada una de esas firmas puede desaparecer de la lista de los planes.
Y nada más. Eso fue todo. La Sala seguirá dando turnos con nuevo personal. Nora y Mabel pedirán salir de Merlo porque, dicen, allí no pueden quedarse. Tienen miedo a las represalias, tienen miedo a ser vigiladas, tienen miedo a expresar lo que piensan. En Merlo se tiene miedo. Los vecinos bajarán la cabeza una vez más y dejarán que las cosas que afectan a su vida se decidan sin tenerlos en cuenta ni siquiera para una explicación, el aparato seguirá atrincherándose para no dejar pasar ninguna brisa nueva, los pobres seguirán siendo tomados de rehenes por quienes distribuyen los planes, y en medio de lo que podría pensarse desde muchos puntos de vista como una primavera económica y política, el otoño férreo del caudillismo peronista seguirá arrasando con algunos de los mejores brotes democráticos. Un historia pequeña y argentina.