Lun 11.04.2005

CONTRATAPA

Caseros

Por Luis Bruschtein

“Si antes de vivirlo me hubieran contado lo que iba a pasar aquí, hubiera dicho que era imposible”, dice uno de los ex presos mientras mastica el sabor amargo de esas palabras respaldado contra las rejas de una de las celdas de la cárcel de Caseros. La filmación con los antiguos habitantes se hizo en el 2001, cuando comenzaba la demolición del sórdido penal, la joya del Servicio Penitenciario de la dictadura, dos torres de 22 pisos con 1500 celdas de 1,20 por 2. “Vos te podés pasar diez años ahí sin que nunca te toque el sol.”
“Entre todos hay más de 700 años de condena”, dice en broma Julio Raffo, director de Caseros, el documental que testimonia la vida de los presos políticos durante la dictadura, que será estrenado en los próximos días. En el bar del primer piso de la Escuela Nacional de Capacitación Cinematográfica, están algunos de los 19 ex presos, que se animaron a regresar a la cárcel para participar en la filmación. Aguardan la proyección privada de la película, y para la mayoría de ellos será la primera vez que la vean. “Estamos viejos los presitos”, dice uno. “Aquí están mis compañeros de pabellón”, dice otro. Después de casi veinte años, las militancias políticas, las ocupaciones y oficios los llevaron por caminos diferentes. Pero el lazo que se creó en la cárcel subyace con la fuerza de un vínculo de sangre.
En los pasillos descascarados o en los miserables cubículos donde transcurrieron años de su vida, hablando para la cámara ahora, veinte años después, surgen las identidades ya desaparecidas con la potencia intacta de un argumento de resistencia, la fuerza que necesitaban para que no los quiebren. “Yo caí acá por mi militancia en el PRT-ERP, y no me arrepentí en ese momento, ni me arrepiento ahora”, afirma Néstor Rojas, cuando recuerda las juntas de interrogatorio donde le pedían que firmara un documento donde renegaba de su historia. “Yo les decía que los terroristas eran ellos, que era preferible repartir un camión de comida en la villa, que yo era montonero y llevaba un FAL, y lo llevé hasta el último momento”, dice Martín Jaime.
Las imágenes transcurren en las celdas cerradas con puertas macizas donde los dejaban cinco o seis horas sin comer ni tomar agua y sin poder ir al baño, antes de ser interrogados por una junta integrada por un jefe militar, uno o dos curas y un psicólogo. “Ellos querían que traicionáramos, que diéramos información.” Frente a la mole de 22 pisos otro ex preso subraya que “todo estaba hecho para quebrantar a las personas, a los presos políticos y a los comunes también, no hay ninguna privacidad, pero al mismo tiempo estás siempre solo, sentís los ruidos del compañero de al lado, pero nunca lo ves y un guarda pasa siempre por el pasillo”. “Cuando estaba en otra prisión y llegaban los presos de Caseros, se los identificaba porque tenían la piel verde.” “La cara se te iba poniendo gris, una mancha incolora...”
Y entonces recuerdan las ventanas altas, del otro lado del pasillo por donde se veía el cielo. “Si te trepabas a la reja se podía ver el río, a veces me despertaba para ver amanecer.” Del otro lado se veía la ciudad, las terrazas. “Hay una mina tomando sol, mirá se saca el corpiño.” “Había compañeros que veían cosas imposibles a 300 metros o más, yo la verdad que nunca pude ver nada”, dice treinta años después, otro preso con la misma desilusión ingenua de los veintipico. Todos fueron castigados por treparse a la reja para ver el amanecer. Se organizaban turnos para vigilar a los guardias con pequeños espejos y disputar algunos instantes fugaces de libertad. Algunos preparaban charlas de historia o economía para las otras celdas o se intercambiaban información. O aprovechaban ese instante para treparse a la reja. Los testimonios se acumulan: Alberto Piccinini, Antonio Puigjané, Carlos Kunkel, Ernesto Villanueva, Barba Gutiérrez, Hernán Invernizzi, Hugo Colaone, Hugo Soriani, Juan Carlos Dante Gullo, Julio Mogordoy, Luis Iglesias, Manuel Gaggero, Marcelo Vencentini, Martín Jaime, Néstor Rojas, Pascual Reyes, Pedro Avalos, Ramón Corregidor y Valentín Mastrángelo. Hay tres diputados, un cura, dirigentes sindicales y piqueteros, funcionarios de la administración pública, trabajadores y profesionales.
“Los represores la tenían clara, no hacían diferencias entre nosotros, para ellos éramos todos lo mismo y creo que allí, nosotros reaccionamos en forma solidaria, sin plantearnos diferencias, ojalá tuviéramos ahora esos mismos valores de unidad”, dice Piccinini, diputado y dirigente metalúrgico, igual que Gutiérrez.
Está el recuerdo acongojado por los compañeros que no resistieron la presión, Toledo y Schiavone se ahorcaron en la celda cuando todo parecía perdido, el sacrificio parecía inútil y la vida sin sentido. “Ellos los mataron”, “ellos los indujeron, los quebraron”, dicen, mientras recorren los desolados pasillos, el patio cerrado de recreo y recuerdan el ruido ensordecedor de los parlantes con marchas militares que debían soportar durante interminables horas, o el ruido de las rejas, que ahora se escucha cuando las desmontan.
“No sé si hubiéramos podido resistir así sin el apoyo de los familiares.” Sobre todo las mujeres, madres, hermanas o esposas. Muchos de ellos, como la madre y el hermano de Dante Gullo, o la compañera de Iglesias, fueron secuestrados y desaparecidos mientras ellos estaban encerrados.
“Aquí aprendimos a querernos”, dicen en broma en la leonera, donde eran recibidos cuando llegaban de otras cárceles. Debían pasar abrazados, en parejas, entre una doble fila de guardias que los molían a palos. Aislados en celdas individuales, la resistencia era la solidaridad, la lucha por el agua caliente del mate, por mantener las palomas con sus mensajes circulando de celda en celda, por hablarse desde los inodoros, aunque después tuvieran infecciones en las gargantas, por ver el sol amanecer o proteger a los compañeros y escribir poemas para las novias y esposas, ocho o nueve años en el límite de lo humano, tratando de preservar la dignidad en esos retazos, minutos, rayitos de luz, una mirada, un gesto que detuviera la locura o la derrota. Para ellos fue la victoria, el arsenal ínfimo que les permitió preservar la superioridad moral sobre sus adversarios. Caseros es el testimonio de los ex presos de la dictadura, la demostración de que la vida sigue, que las derrotas son más complejas de lo que uno piensa, y que a veces, en esas derrotas también hay grandes victorias sobre las que se puede construir el futuro.

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