CONTRATAPA
Puré de papas o el bajo perfil
› Por Juan Sasturain
Martín tiene cinco años y un tío que vive en Barcelona y estaba ocasionalmente en Buenos Aires. En la reunión hablaban de comidas, de política, de allá y de acá, de los distintos nombres para las mismas cosas y, entre otros temas, del temible Benedicto XVI, nuevo sumo pontífice. Ahí Martín interrumpió para preguntar: “¿Y allá en España cómo le dicen al Papa: papa o patata?”. Todos se rieron y le explicaron que el “el Papa” no es “la papa” y que patatín y que patatán, pero no dejaron de reconocer que hubiera sido divertida la elección de un cardenal español que se convirtiera en el patata Manolo I, por ejemplo. No habría sido peor que el ominoso alemán que se nos vino.
Pero, sobre todo, la diferencia no es de género sino de perfil. El Papa mayúsculo –“pope” en inglés– viene del griego y es un soberbio padre venerable; la papa –“potato” en inglés– viene del quichua y es lo que es, un esquizoamericano originario típico: humilde tubérculo soterrado, poderosa y engrupida raíz. Como la zanahoria pero sin su fama –obseso Bugs Bunny y simbolismos facilongos mediante–, la papa espera en las sombras, invierte lo habitual en los vegetales: lo de arriba –la discreta planta– no se alimenta de ella –la aparatosa, obesa raíz– sino que es apenas un pretexto, un periscopio, un gesto para avisar que abajo está la reina oscura. Tan desaforada y tramposa como el ombú, otro monstruo que ni siquiera es árbol, la papa propone una lógica diferente, una grandeza modesta, bárbara e inescrutable hecha de secreto y opulencia. Proletaria alimentaria, es a los vegetales en general lo que el carbón –otro con el que hay que ensuciarse las manos– es a los minerales más vistosos: bajísimo perfil y pura utilidad.
Subida al plato –porque no baja sino se sube a la mesa con humildad de invitado tardío y sin tarjeta– la papa talla de coequiper, gana por los laterales. Nunca es figura, pero figura siempre. Generosa y accesible, la papa cumple, aunque el ocasional protagonismo suele no favorecerla: un millón de papistas irlandeses muertos a mediados del siglo XIX cuando una catastrófica peste los dejó sin los varios kilos diarios con que se alimentaban han dejado horrible testimonio histórico. Mejor, entonces, volver al rol complementario. Es lo suyo.
Habitué de la página par, reverso del menú, acompañante de lujo o de batalla, la papa polimorfa es tantas cosas que se parece a nada, sobria materia primordial a tratar, esculpir, colorear y sazonar. El fuego crudo la desfigura pero el agua paciente y el agresivo aceite sacan lo mejor y lo peor de ella. Sus avatares múltiples no dejan de ser variantes de la opción asada/hervida/frita, con base inexpresiva absoluta en la papa natural o su moderna versión arrugada al microondas, y extremos de saturación oleosa en la papa rejilla y otros crocantes minimalismos. Puestos a la par, guarniciones tales ni parientes parecen, tan proteica resulta la portadora de múltiples proteínas, capaz de mutaciones insólitas como la papa soufflé, aire empapado.
Pero vayamos al puré, que de alguna manera de él venimos y hacia él volveremos: nos esperaba en la cuchara de mamá al poco tiempo de llegar y nos despedirá en el hospital, al dar las hurras. No es casual que sea factible sintetizarlo, deshidratarlo en sobres de polvo primordial que nos mentan el origen y nos recuerdan el final.
Por eso, tal vez, modesta o culpablemente nos entregamos al maleable puré cuando ya estamos de vuelta de locuras y despropósitos o cuando en medio del desbarajuste alimentario queremos mantener un mínimo de cordura. Ahí, la papa primordial, intachable, sobria a un costado, nunca en el centro del plato y de la escena, nos recuerda su simple, inveterada fidelidad.