CONTRATAPA
Democracia y mercado
Por José Pablo Feinmann
Asombra comprobar la cantidad de falacias que es posible arrojar desde los medios de comunicación del poder. Seamos claros: medios de comunicación y poder son sinónimos. Habrá medios (pequeños, débiles) alternativos. Pero los medios son del poder y cada vez los concentra más y los arroja a la conquista de las subjetividades, su última y exquisita meta. Es –precisamente– en el juego vertiginoso que los medios dibujan con su dinámica donde el capitalismo expresa su rostro más verdadero: la concentración monopólica. El mercado miente y mienten quienes dicen que es libre. El mercado miente cuando dice: vengan todos aquí, agítense sin trabas, vibren, retocen, jugueteen, sean, en suma, libres.
El mercado es como esa novela de Agatha Christie: Los diez indiecitos. “Ya no quedan más que nueve, ya no quedan más que ocho, ya no quedan más que siete...” Diferencia: no mueren todos. No: van muriendo los débiles. Pero el mercado es un asesino serial. Es como La mancha voraz (The Blob), pero al revés. La mancha voraz mataba dilatándose. Se extendía y se devoraba todo. El mercado –para aniquilar todo– se concentra. Todo lo que resta fuera de la mancha voraz muere. Muere en el desierto del nihilismo económico. No hay nada fuera del mercado. Todo está en el mercado. Pero cada vez es para menos y, al concentrarse, mata.
Un periodista de espectáculos es enviado por su jefe de sección a una cobertura. El tipo supone que es libre de opinar lo que quiera. Ve la obra y le parece deleznable. Regresa a la redacción y entrega su crítica a la que pone por título: “Una obra deleznable”. El jefe de sección lo mira con una piadosa sonrisa, le dice que no sabe nada de la vida ni de la realidad ni de las relaciones que el poder establece al expandirse, que es, añade, lo propio de su naturaleza. Dulcemente aún, dice: “La obra que viste y te pareció deleznable no lo es. Es una obra maestra. Una joya de la dramaturgia universal. Desde Shakespeare hasta hoy, nada como eso”. “¿Por qué?”, pregunta el periodista. “Porque la produce nuestro diario”, le explica su jefe. Le devuelve sus carillas patéticas y le ordena escribir otra crítica. Adecuadamente –desde luego– laudatoria. El periodista (no va a entregar tan fácilmente su exquisita conciencia moral) se niega. El jefe pregunta: “¿Conocés la frase que hizo grande a Estados Unidos?”. El otro, pálido, nada dice. El jefe sí. El jefe dice, exactamente, la frase que hizo grande (según él) a Estados Unidos. Dice: “Está despedido”. Y se la aplica –con el mero agregado de una ese– al periodista: “Estás despedido”. El periodista se va con su conciencia moral a otra parte. Pero ya sabe algo. En este mundo o se tiene conciencia moral o se tiene trabajo. A los dos días descubre que su “nuevo trabajo” es parte del grupo empresarial del trabajo anterior, del que lo echaron por decir la verdad. Ahora, antes de ir a cubrir un espectáculo, pregunta lo que duramente aprendió a preguntar: “¿Qué hay que decir de esa obra?”.
¿Recuerdan a Orson Welles completando la pésima, devastadora crítica que Joseph Cotten (antes de caer borracho sobre su Underwood) había empezado a escribir sobre la cantante lírica (pésima) que Welles protegía? ¿Recuerdan a Welles apartándolo, sentándose a la silla, tecleando la Underwood y completando la crítica tan devastadoramente como Cotten lo habría hecho? Sí, claro que sí. Pero eso pasa en el cine. Hoy (sobre todo hoy) Welles lo echa a Cotten y le impide trabajar en cualquiera de todos sus medios y amenaza a sus colegas con retaliaciones terribles si osan contratarlo. En suma, el neoliberalismo (que se presenta como la expresión impecable, perfecta de la libertad de mercado y de la democracia política) no puede garantizar ni una sola de esas dos cosas. El neoliberalismo cree seguir pujante y vencedor porque sus adversarios han fracasado. No alcanza (a nadie alcanza) con el fracaso de sus enemigos. Es uno el que tiene que triunfar. Si yo luché ferozmente contra los totalitarismos que se oponían a la libertad económica y a la democracia política, si esos regímenes colapsaron, no por eso yo gané. Me resta demostrar que mi propuesta es viable, funciona. Si no, lo que me da el triunfo es el fracaso de los otros pero no mi victoria. Y qué lejos (qué infinitamente lejos) está el neoliberalismo de presentar “este” mundo como el de la realización de su triunfo.
La irresoluble contradicción se da entre democracia y mercado. La democracia debiera integrar a todos los que habitan la polis. Ese rostro “político” es imposibilitado por el rostro económico. La democracia pretende incluir. Pero la economía excluye. Al excluir erosiona la democracia. Si el mercado no es para todos, la democracia tampoco. No puede haber una democracia para los que el mercado concentra y para los que el mercado excluye. Torpe, cruel y estúpidamente, el neoliberalismo recurre al Estado y sus instituciones represivas para “integrar” a los excluidos por la economía. Los integra en las cárceles y en los manicomios. O los mata en guerras de conquista. O los mata una policía servil, de gatillo fácil y moral, también, fácil, ya que es fácil comprarla.
En suma: la democracia está condenada en nuestros países. La posibilidad de vivir en democracia tiene que empezar por una reforma de la economía. No habrá democracia en la periferia sin una sensible reforma del sistema de distribución de la riqueza. Esta distribución no es dinero, no se agota en él. La distribución es creación de trabajo, integración masiva de los marginados, impuestos a las riquezas obscenas, mayor participación de los sectores populares en el PBI, fuerte impulso a la redistribución (no como medida económica: desde la economía los números jamás darán margen para distribuir nada porque los números están al servicio del poder, sino desde la política, desde el Estado nacional, al que los ciudadanos no deberán dar la espalda: “Que lo hagan ellos, para eso están ahí”, no, lo tenemos que hacer todos, un país no lo hace un gobierno, lo hace un gobierno si tiene un pueblo que participa en ese hacer, un pueblo-hacedor). Ya escribí muchas veces estas cosas y no sirvieron de mucho. No importa: hay que seguirlas diciendo. Muchos las van a seguir diciendo. Hasta que algo pase. Porque si nada pasa, la que va a pasar de largo, esfumándose, yéndose sin remedio, es la democracia.