Lun 16.05.2005

CONTRATAPA

La casa está en orden

Por Enrique Medina

Tiene algo más de 60 años. Es alta. Ahora está algo gruesa pero sin desentonar, le queda bien; en su tiempo, pasado, claro, cuando era famosa y deslumbraba en las pasarelas, los periodistas del espectáculo le decían exuberante, calificativo eufemístico que reemplazaba un detonante más ríspido y grosero que a ella no le molestaba; es más, en el fondo le agradaba esa denominación salvaje que aún le baila en la cabeza cuando recuerda al único Fulano que supo tratarla aferrándose a su pelo. Hoy vive tranqui. Se adapta con resignación, si es que corresponde, y con alegría, que es lo que valora cada mañana cuando se levanta y deja que los rayos del astro rey se regodeen con su cuerpo. Viste túnicas originales, pintadas a mano, y podría decirse que le da placer sentir en la tela la caricia del artista. El depto es cómodo y colorido, con tapices, pinturas, alfombras, plantas y espejos. Se mira y se acepta: privilegio de quienes han sabido vivir aprovechando hasta la mínima lluvia. Vuelve a mirarse. Está como nunca. No saben lo que se pierden. Las miradas de los hombres se lo dicen cuando sale a la calle.
Majestuosa, le dijo uno, y le gustó. Se mira al espejo adoptando majestuosidad. Usa el pelo recogido, siempre fue la promesa para el mejor, y aún lo es, qué embromar. Prende un cigarrillo, su único defecto según un antiguo amor que siempre la quiso bien y con el que de tanto en tanto toma un café amistoso. Sale al balcón, se apoya en la baranda y observa el ir y venir de la vida. Esto es todo, se dice, hoy está nublado pero igual es un lindo día. Levanta la cabeza al cielo y exhala el humo, sin percatarse de que desde una lejana ventana el que le dijo majestuosa la espía detrás de unos binoculares. No sabe si continuar pintando, ir a comprar la maceta para reemplazar la que rompió la mujer que viene a limpiar una vez a la semana, o retirar de la tintorería el piloto francés que mandó impermeabilizar y limpiar por segunda vez ya que en la primera no quedó bien. Tira el pucho al medio de la calle, sabe que está mal, pero... Entra, se sienta frente a la copia que está haciendo. Rubens le retiraría la amistad, lo menos. Se hace lo que se puede y sin complejos, con coraje. Desde que vio el original en Munich quedó fascinada, jamás disminuyó su admiración por El rapto de las hijas de Leucipo. Sólo se animó a detalles: los rostros de los hijos de Zeus, la cabeza de los caballos, y los cuerpos desnudos de las raptadas. A través de los años son infinitas las copias que ha hecho para desentrañar la desmedida atracción que el cuadro ejerce en ella. ¿Sentirán otras mujeres la misma atracción? Siempre se vio con las hijas del rey de Mesenia, con la misma poderosa sensualidad de sus cuerpos, en poses y gestos grandilocuentes y de interpretación muy subjetiva. ¿Podría haber sido la modelo preferida de Rubens? ¡Claro que sí! Por eso mismo se ha retratado entera en cuadros que sólo ha mostrado a sus muy íntimos, que no necesariamente son los que han dormido en su cama. Pero hoy no está para la pintura, así que decide recuperar el piloto sin esperar que se lo envíen. Es el modo de caminar, el porte, lo que la hace atractiva, reina y no es exageración. La miran al entrar en la tintorería. Sonriente y delicada, pregunta por su prenda sin dejar de advertirle a la chica que desde hace una semana está esperando que se la alcancen. Como la chica se hace la desentendida, insiste, con algo de reproche. La chica, aún sin pasado, demuestra haber amanecido mal. Hay una seca discusión. La mujer toma conciencia de que se está rebajando y se contiene. Revisa el piloto. Parece que está okay. Y se retira diciendo “buenos días” a la pared sabiendo que es la última vez que cruza esta puerta. Vuelta en casa, se prepara un café doble. Lo toma en el balcón. ¡Mocosa maleducada! Prende un cigarrillo. Parece que quiere salir el sol. Bienvenido seas. Le ofrece el rostro sin maquillaje, con arrugas y majestuosidad. Lejos, y rápido, las manos del hombre agarran el binocular.

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