CONTRATAPA
Historia individual de la infamia
› Por Rodrigo Fresán
UNO Leo que el domingo pasado –en la oscuridad de un cine de Cannes donde se proyectaba la première universal de Episodio III: La venganza de los sith– la concurrencia entera se puso de pie para aplaudir la escena en la que el alguna vez noble caballero jedi Anakin Skywalker sucumbe a las tentaciones del Lado Oscuro y se mete dentro de una armadura asmática de acero azabache para convertirse en el megavillano Lord Darth Vader. Ahí y entonces se supo lo que todos ya sospechábamos; lo que ha conseguido redimir a ese artista liviano que es George Lucas; lo que confirmaremos a partir de este jueves: poco y nada importan Luke, Hans Solo, Obi Wan Kenobi, Yoda, las princesas en juego, los alienígenas peludos, los robots tarados y el todavía más tarado Jar Jar Binks. Simples comparsas. Cartón piedra digitalizado o carne y hueso contra pantallas de un azul más superficial que profundo. Sí, como sucede en las telenovelas o en los folletines, lo que gana aunque pierda al final es el malo de la película. Sobre todo –detalle atendible– si ese malo alguna vez fue bueno. Y dejó de ser bueno porque se cansó de ser bueno.
DOS De esta fascinación por la figura icónica de Darth Vader –pensar en su look como en un sueño húmedo y futurista de Hitler para sus SS– se reflexiona mucho en el libro colectivo A Galaxy Not Far Away donde cineastas como Kevin Smith y escritores como Jonathan Lethem y críticos como Tom Carson discuten el influjo de la saga Star Wars en el inconsciente colectivo del planeta durante los últimos treinta años. Y –claro– del que más se habla y se escribe es de Darth Vader: ese Michael Corleone de las estrellas vestido con algo que parece diseñado por un Armani galáctico y respirando pesado y profundo. Porque Darth Vader es el único personaje interesante de todo el asunto. Porque Darth Vader –como el Drácula de Stoker o el tiburón de Spielberg– aparece poco pero nunca defrauda. Y además –como apunta Joe Queenan en su ensayo– queda perfectamente claro que el Imperio es una opción mucho mejor y más eficiente que la República y esa pandilla caótica de aventureros. Alcanza con comparar las maneras en que se expresan unos y otros: los imperiales hablan claro y preciso; mientras que los jedi no dejan de lanzar al aire aforismos más bien cursis. Los “buenos” de la película parecen estar ahí por el solo placer de desenvainar sables de luz y pilotear naves veloces. Darth Vader, en cambio, arrastra su tragedia y su secreto. Y esa armadura tiene que pesar mucho, pienso. Y a la hora de su muerte y sacrificio logra lo que sólo los más buenos malos consiguen: ser el mejor de todos.
TRES Lo que me lleva –mucho más cerca en el tiempo y en el espacio– a la figura mucho menos ominosa del español Enric Marco. Tal vez hayan leído algo sobre él. Tal vez no. La importancia de las noticias a la hora del importar y exportar es un misterio. Pero en España –por razones obvias– se informa mucho sobre él; porque Marco pasó, en cuestión de horas, de ser un paladín de la luz a convertirse en un miserable de las sombras.
Y ésta –se suponía– fue su vida: Marco, 84 años, era hasta la semana pasada el presidente de la Asociación Amical de Mautthausen. Lo que lo convertía en el hombre-insignia y portavoz de una organización que nucleaba a los 11.500 deportados españoles y republicanos a campos de concentración alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Así, Marco –quien, firme, recitaba con voz temblorosa su número de registro 6448 en unas 120 conferencias anuales durante las últimas tres décadas– narró una y otra vez su escalofriante paso por el campo de Flossenburg en Baviera y hasta publicó, en 1978, un libro autobiográfico con el título de Memoria del infierno. Yo lo vi varias veces por televisión: el tipo describía con apasionado lujo de detalles el viaje en tren hacia el horror donde “nos ahogábamos en nuestras heces y nuestros vómitos” y “el modo en que los perros nos mordieron a nuestra llegada” y tantos horrores más. También insistía –con insistencia un tanto preocupante– en su propio heroísmo cuando se atrevió a ganarle una partida de ajedrez al comandante del campo “sabiendo que esto podía costarme la vida; pero ése era mi momento de gloria, y nadie iba a robármelo”. Su exposición concluía, invariablemente, con la postal emocionada de la liberación por las tropas aliadas y el regreso a casa.
La semana pasada, un historiador que venía detectando irregularidades en el monólogo de este stand-up tragedian le escribió un nuevo final a las aventuras de Marco. Y en justiciera y poética coincidencia con el sesenta aniversario del cierre y clausura de Mautthausen se conoció la verdad: todo era mentira. Marco había pasado todo estos años inventándose su pasado de súpervíctima y disfrutando de un presente de superhéroe cuando, en realidad, había llegado a la Alemania de Hitler formando parte de una brigada de trabajadores voluntarios españoles enviada por Franco. En resumen: Marco no estuvo en ningún campo de concentración y ha sido obligado a dimitir de la organización que presidía y a devolver la condecoración que alguna vez le concedió la Generalitat por su lucha imaginaria contra el franquismo y los nazis. Hasta aquí todo bien –todo muy mal, en realidad–, pero lo que en verdad asusta son las declaraciones de Marco al ser desenmascarado. Ahora, Marco se muestra ofendido por su condena e insiste que lo hizo –con mirada húmeda y voz épica– “para convertirse en la voz de todos aquellos que no podían hablar”. Es decir, lo suyo sigue siendo un sacrificio digno de nuestra admiración y ni se le pasa por la cabeza que se ha convertido en una carta de triunfo para los relativistas que todavía insisten en que allí no pasó nada. Porque, sí, a Marco no le pasó nada.
CUATRO Y lo cierto es que hay malos y malos y que, sí, suele haber elementos atractivos y operísticos en aquellos que entienden el Mal como una de las bellas artes o como un pacto mefistofélico por amor a lo que sea. Lo que no se puede comprender –mucho menos disfrutar– es de la infamia de Marco: un hombre pequeño e ínfimo y que nunca fue bueno. Darth Vader lo fulminaría con una estocada láser sin pensarlo dos veces. Y nadie aplaudirá la escena de la “conversión” de Marco si alguna vez llega a filmarse una malísima película sobre su pésima vida.