Vie 17.06.2005

CONTRATAPA

Chicos en marcha

› Por Sandra Russo

La vida es un accidente extraordinario. Cada niño que nace es el resultado de una cadena de buenos resultados. Miles de antepasados que lograron llegar a la etapa reproductiva, miles de circunstancias que remaron a favor de la continuidad de un árbol genealógico. Esta última figura, árbol genealógico, remite sin embargo solamente a cierta clase de personas. ¿A quién se le ocurriría bucear en el árbol genealógico de un desarrapado? ¿Podemos imaginarnos a alguien interesado en revolver el barro de su pasado? ¿No hay acaso, en la figura del árbol genealógico, una capa de barniz con la que se recubre el hecho no declamado, pero sí admitido, de que no todas las personas son igualmente personas?
La semana pasada, un móvil cualquiera de la televisión transmitía en vivo desde Santa Fe al 4000: un pequeño grupo de padres y madres cortaba la avenida a las siete de la tarde lluviosa, enloqueciendo el tránsito. Un colectivero de la línea 59 se puso nervioso y frenó, según el movilero, a diez centímetros de los manifestantes, que protestaban por el cierre intempestivo de un jardín de infantes del Osplad. El movilero estaba furioso con el colectivero y lo increpaba. “Es un irresponsable. Estas personas están cortando la calle y provocando inconvenientes a los automovilistas, pero el reclamo es justo”, vociferaba.
Los medios son una caja de resonancia que absorbe y multiplica los discursos dominantes y alternativos. Cualquier cosa que pase en un jardín de infantes, por ejemplo, en principio atrae la atención de los editores. Son notas que se cubren. A la gente le interesa, le conmueve o la escandaliza, según el caso, lo que pase en un jardín de infantes. El cierre de un jardín gremial es motivo de un “reclamo justo”. Un abuso en un jardín de infantes es posible noticia de tapa de diarios. Hay un sobreentendido social que da por sentado que los niños son protagonistas privilegiados de la consideración popular. Y sin embargo, casi el 70 por ciento de los chicos en edad de ingresar a los jardines de infantes no lo hacen, porque son pobres.
El mismo porcentaje replica en otro dato: el 70 por ciento de la población total del país menor de 18 años –nueve millones de personas– tiene sus necesidades básicas insatisfechas. Más de cien chicos menores de 5 años mueren diariamente por causas relacionadas con la pobreza. Y esto no es un defecto autóctono. Hace unos meses, la revista científica The Lancet decidió incluir una serie de artículos sobre la mortalidad infantil en el mundo. Esa decisión mereció una conferencia de prensa, en la que su editor en jefe declaró que no estaban publicando nada nuevo. Era información que ya estaba circulando. “La terrible noticia es que este tema ya no es noticia”, dijo, en una síntesis tremenda. Millones de dólares o euros se invierten cada año de fuentes gubernamentales o privadas buscando la vacuna para el sida. El hambre mata a mucha más gente. Y no es necesario investigar nada: hace siglos que se conoce la receta para evitarla: alimentos. Pero esa batalla se ha dado por perdida, porque no habrá recompensa si se gana. La vacuna contra el sida será El Dorado de quien la patente. El hambre requiere, apenas, mayor distribución de la riqueza, y su aplicación podría mejorarnos las conciencias, pero el mundo moderno ha aprendido a vivir sin conciencia. El confort la reemplaza. Se dicen cosas que no se corresponden con lo que se hace. Los niños nos importan, los niños son el mañana, los niños son la esperanza, en fin, proclamas vacías de sentido en un mundo que ha naturalizado otro tipo de razas que las que el discurso políticamente correcto defiende: los pobres no buscan su árbol genealógico porque parecen no tenerlo, porque parecen no tener pasado ni futuro, porque han nacido pobres y así permanecerán si sobreviven. Cada tanto, alguna historia de Selecciones o de Hollywood nos relata el caso extraordinario de un pobre que tuvo una vida.
El 20 de junio, desde Tucumán, partirá una nueva Marcha de los Chicos del Pueblo. Recorrerán diez ciudades hasta llegar, el 1º de julio, a la Plaza de Mayo. Serán visibles. Representarán, los quinientos que marchen, a los miles y miles que en sus pueblos, sus casillas, sus barrios, sus pozos, sus chapas, sus cartones, están siendo forzados por la pobreza, hoy mismo, a la posibilidad de un destino. No es el mañana el que zozobra: es el ahora de esa niñez desahuciada que tampoco acá es noticia. Porque una noticia, tanto para los que la generan como para los que la consumen, es algo, en principio, que va contra corriente. Y la corriente, en nuestros países, indica que la primavera llega para algunos y que otros nacen y mueren en un otoño persistente. La visibilidad de esos chicos, esos días, merece que al menos nos sacudamos los falsos sobreentendidos con los que nos calmamos la angustia moral habitualmente. Es mentira que los chicos nos importan, porque así actuamos como sociedad, con negligencia, con indiferencia y con racismo. El niño de propaganda, el cliché del niño sucio de barro por una travesura, ése sí. Los otros, los que nacieron enfangados de pobreza y así siguen, no nos duelen. La Marcha de los Niños del Pueblo tiene entre sus objetivos que esos chicos sean noticia. Ojalá sus caras y sus ojos y sus dientes y sus panzas infladas a polenta o delgadas de carne nos resulten un espectáculo lo suficientemente revulsivo como para dejarnos pensando por qué no hacemos nada para evitarlo.

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