Dom 10.07.2005

CONTRATAPA

Las bacterias de Dios

Por José Pablo Feinmann

Las naves invasoras estaban, aguardando, en las entrañas de la tierra. Como el petróleo. El petróleo aguardó durante millones de años. Con el hombre gobernando la Tierra y sometiendo la naturaleza se vuelve significante cuando un proyecto humano lo incorpora. El ser humano necesita petróleo para sus proyectos de crecimiento y el petróleo deviene una mercancía grandemente apetecible. Tanto, que se le dice “oro negro”. Entra, así, en la historia. La naturaleza se historiza cuando un proyecto humano la requiere. Ejemplo: si hay un árbol de naranjas y otro de manzanas y lo que el hombre necesita son manzanas, las naranjas quedarán insignificantes y se marchitarán en su condición de cosa natural. Las manzanas se historizarán porque el hombre habrá de utilizarlas, manipularlas, industrializarlas y, en caso de escasez, desatará guerras por su imperiosa posesión. Con el petróleo, lo mismo. Nada valdría si los proyectos del ser humano no lo hubieran incluido en su desarrollo. Para colmo, con el crecimiento armamentístico y técnico ese valor crece desaforadamente. El petróleo o la vida. Hoy más que nunca. Las grandes potencias no pueden vivir sin ese elemento negro. Codician un líquido negro y dejan morir en bandadas a los hombres que, sobre todo en Africa, llevan ese color en la piel. Pero el capitalismo se mueve en base al valor de las mercancías, no en base a valores humanitarios. Ya lo decía Adam Smith: “No es la benevolencia del carnicero la que te dará un buen producto, sino su egoísmo”. Que radica en derrotar a su competidor. De esta forma, la sociedad de competencia asegura la calidad de las mercancías.
No es casual que Spielberg (hoy) los vea perversos a los marcianos. En la década del ’80 el comunismo se desmoronaba y Hollywood podía permitirse elaborar un marcianito bueno. No lo hizo en los ’50. Ahí, en pleno macartismo, en pleno terror nuclear, en plena Guerra Fría, llegaron los marcianos –siempre los de H. G. Wells– y eran perversos. Eran el peligro externo. No surgían de las entrañas de la tierra sino del espacio exterior. De ahí llegaban. Sus naves (inmensa superioridad de la antigua versión sobre la de Spielberg) eran de una destellante visualidad. Una raya de mar y una cabeza de cobra. Lanzaban rayos y destruían todo. Hasta que las “simples bacterias de la Tierra” los destruían a ellos, a los marcianos que conducían tan bellas naves. Como el productor del film, George Pal, era muy religioso, la peli film terminaba afirmando que esas bacterias las había puesto Dios en el mundo. Dios, “en su infinita sabiduría”, para proteger a los hombres. Lo raro, pensaba uno al salir del cine, era que los marcianos, que llevaban millones de años estudiando la Tierra, no hubieran advertido la peligrosidad, para ellos, de las “simples bacterias”. Algo idiotas los marcianos, por no decir una palabra menos refinada. Como, por ejemplo, boludos. Pero anotemos algo importante: en los ’50 los enemigos venían de afuera (como esa ideología “extraña a la seguridad nacional”: el comunismo) y ahora surgen de las profundidades de la tierra. En suma, en los ’50 los marcianos eran el comunismo, ahora son el petróleo. Se dirá: ¿el petróleo enemigo de Bush? Claro que sí. Algo que hay que conquistar, algo que, para poseerlo, hay que hacer una guerra, está en el campo enemigo. Que los marcianos surjan de la tierra, de sus insondables entrañas, los semeja al petróleo. Surgen como un chorro, buscando las alturas. Y como pertenecen al enemigo, como ocurre en la realidad, destruyen a la nación de “la democracia”.
También aquí las bacterias liquidan a los marcianos. Se mueren de gripe. Pobres, qué poco digno. Tanta parafernalia para perder una guerra por falta de paracetamol. O efedrina. O vitamina C. Lo llamativo es que se trata (en las dos versiones) de una guerra que no ganan los hombres, sino las bacterias. Que son obra de Dios. Lo que nos lleva a unir dos conceptos: 1) Dios; 2) Bacterias. Bush, que dice tener a Dios de su lado, que celebra la falta de generoso amor divino, de ese amor que solía cubrir a todas las criaturas de la Creación, que dice “Dios no es neutral” debe estar a la espera de algo similar a las bacterias. O acaso las desparrame él en nombre del amor divino y su justicia infinita.
Hasta el momento no hay bacterias para el terrorismo. El Islam (técnicamente aggiornado por Occidente durante la bipolaridad fría) escapa a la comprensión del “mundo civilizado”. Si Dios no manda las bacterias, Occidente no sabrá cuáles son. Apelará a la lógica exterminadora, que es la que conoce y la que se le vuelve en contra, dado que enfurece y “legitima” a su adversario. El terrorismo, a su vez, es aberrante. Mata ciegamente. La guerrilla de los ’60 era selectiva. Hoy, por ejemplo, atentaría contra Condoleezza Rice, buscaría a Aznar, daría con él, y lo despanzurraría feamente, o, sin más, ajustaría cuentas con Bush. Así actúa un comando guerrillero. Elige un blanco. Lo focaliza. No expande el efecto destructor. Los demenciales terroristas de hoy no son selectivos.
Así actúa un comando guerrillero. Elige un blanco. Lo focaliza. No expande el efecto destructor. Sucede que la guerrilla (actuando, en general, bajo la lógica del marxismo) tenía una teoría de superación de la sociedad capitalista. Cuando se quiere reemplazar una cosa por otra no se quiere destrozarla. El reemplazo no implica la destrucción, implica la lógica superadora: instaurar otro sistema al vigente. Pero no destruir el planeta. Si los demenciales terroristas de hoy no son selectivos, sino que buscan la mera y absoluta destrucción es porque no quieren cambiar el mundo. No saben cómo hacerlo. No tienen una teoría de superación histórica. Ni de reemplazo de un sistema por otro. De aquí que sólo busquen la destrucción. La impotencia de cambiar algo implica la determinación de destruirlo.
O sí: eligen en principio centralizar el aniquilamiento en los países que han intervenido en guerras contra ellos. Su objetivo no es cualitativo (matar a Blair, por ejemplo), sino cuantitativo; cuantos más muertos más exitosa es la operación. Las mujeres, los ancianos y los niños son culpables por el simple motivo de habitar en el país agresor; esto justifica tomar sus vidas. Hay que horrorizarse, indignarse ante esto. Pero no sorprenderse. Occidente ha aplicado la teoría de la masacre indiscriminada siempre que necesitó hacerlo: Truman en Hiroshima y Nagasaki. Churchill en Dresde. Y la Marina argentina –su aviación– en la Plaza de Mayo, en 1955. Todos incurrieron en la misma, exacta, masacradora lógica de Osama bin Laden. Duele decirlo. Acaso no es el momento. Pero la verdad no tiene “momentos”. Incomode o no, es necesaria. Siempre.
La de estos tiempos no es una “guerra de los mundos”. Es una “Guerra Mundial”. La verdadera y Primera Guerra Mundial. Que no sucedió en 1914, sino ahora, hoy: en el nuevo milenio. Nadie, ningún Estado es no beligerante, imparcial. Pronto, Bush y Blair le exigirán al “mundo libre” un claro compromiso en esta lucha contra el Mal. Será difícil negárselo. Y si se lo damos todos estaremos bajo la mira de los marcianos. Y sin bacterias. Y sin Dios.

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