CONTRATAPA
King Clon
› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Días atrás, un orgulloso equipo de científicos de Corea del Sur –comandados por Woo Suk Hwang, de la Universidad Nacional de Seúl– presentó al mundo todo al primer perro clonado. El can en cuestión –una cruza de afgano con labrador, “cultivado” a partir de una célula extraída de una oreja– no demoró en ser bautizado como Snuppy, nombre/sigla que corresponde a “Seoul National University Puppy” y que propone una astuta y económica variación para no tener que pagarles a los herederos de Charles Schultz, creador de Snoopy. Se precisó entonces que Snuppy pasaba a engrosar las filas de bestiario clónico cada vez más nutrido y en el que ya han vivido la oveja Dolly, el gato CC y la rata Ralph y vacas y terneros cuyos apodos no recuerdo. “El perro tiene características similares a las del ser humano”, explicó uno de los hombres con delantal blanco. No habían pasado dos o tres noticieros cuando ahí, en la pantalla de mi televisor, un team de científicos chinos –trabajando en los laboratorios de la Universidad Agrícola de China– revelaron el nacimiento de un cerdo clonado. Se informó que pesaba 1,1 kilogramo pero no el modo en que sería conocido a partir de ahora. Seguro que le ponen Por-Ki. También se precisó que “el cerdo tiene características similares a las del ser humano”. ¿Por qué se clona? Fácil. Porque la capacidad de clonar es sinónimo de desarrollo y de poderío. “Creced y multiplicaos” ordenó un enviado especial. Y dicho esto, se fue para ya nunca más volver.
DOS Así, de a poco, la ciencia-ficción se va instalando en nuestras vidas, el presente se futuriza cada vez más, y el solo concepto de lo que vendrá –que a la altura de Amazing Stories y Flash Gordon– quedaban tan lejos ahora está cerca y parpadear equivale a perderse un gran acontecimiento histórico. Mientras tanto –y como incesante comparsa– apenas somos conscientes de grandes y veloces saltos evolutivos como el experimentado, en tiempo record, por el teléfono. El dial que mutó a botón que ahora es tecla. Volar sigue siendo caro e incómodo, sí; pero hablar por teléfono ahora es, también, mirar por teléfono y fotografiar y filmar y jugar y escuchar música y escribir cartas y leer el diario por teléfono. Los teléfonos móviles no paran de sonar en los lugares y momentos menos oportunos y no dejan de ser clonados. Se los recrea y se los potencia cruzando computadoras con walkie-talkies –se les aplica, incluso, el término “última generación” cada seis meses, las generaciones parecen venir cada vez más degeneradamente cortas– y falta menos para que alguien anuncie que “el teléfono móvil y/o portátil y/o celular tiene características similares a las del ser humano”.
TRES Pero lo más inquietante de todo es el modo en que la furiosa clonación de teléfonos y el bestial crecimiento demográfico de teléfonos móviles los ha vuelto tan innecesariamente imprescindibles en nuestras vidas. Hablar solo por la calle ya no es sinónimo de locura sino de normalidad y no hay película que no dependa del teléfono moderno como efecto especial para poder sostener sus tramas. Es más: los teléfonos suenan ahora en la luminosa oscuridad de los cines y no hay aviso previo o advertencia graciosa que pueda impedirlo.
La otra tarde sonó el teléfono móvil de un espectador al mismo tiempo que sonaba el teléfono móvil de uno de los actores de The Island y todo el público rió como si se tratara de un gag de antología. The Island, se sabe, es una película sobre clones y es, además, una película clonada a partir de varias películas anteriores. The Island es otra de esas películas que tratan sobre los contratos con cláusulas en letra pequeña a la hora de acceder a una utopía realizada. Y claro: sombras de Huxley y deOrwell (y de Never Let Me Go, la nueva y magistral novela clónica de Kazuo Ishiguro) y luces que ya percibimos en títulos como THX1138, Coma, Soylent Green, Gattaca, Code 46 y siguen los posibles futuros y los inminentes presentes. En The Island –dirigida por Michael Bay, director de Pearl Harbor y Armageddon– dos clones con los cuerpos y rostros de Scarlett Johansson y Ewan McGregor corren mucho porque comprenden que ese paraíso en el que les enseñaron a creer y soñar no es otra cosa que un quirófano donde se los utilizará como modelos para desarmar y envases de piezas de recambio para emparchar al original cuando se pinche. La película no es una obra maestra. Tampoco está nada mal. En especial su primera media hora, donde Bay se preocupa más por enseñarnos las modalidades de ese posible futuro con una lograda dirección de arte. Después, se impone la lógica del blockbuster veraniego: las fugas y las explosiones hasta llegar a un final feliz donde los clones son asimilados por una sociedad arrepentida. O algo así. Porque todo esto es algo que no se nos muestra pero que queda elípticamente implícito. O al menos eso nos hacen creer. Quizá, quién sabe, The Island termina muy mal y envían a todos los clones a luchar al Irak de turno. Pero –como les sucede a los clones del asunto– no quieren que nos enteremos. Tampoco es que nos preocupe demasiado porque, a la hora de la verdad o del engaño, el único efecto especial que verdaderamente nos preocupa es el aire acondicionado del cine.
CUATRO Es posible que la idea de la clonación –el reflejo automático de reproducir– sea lo que nos separa y distingue de los animales, de perros y cerdos. A esto se refiere Hillel Schwartz en su libro The Culture of the Copy, donde rastrea los impulsos de compulsivos reproductores como Henry Ford, Walt Disney y Andy Warhol, así como las motivaciones ancestrales que nos obligan a pensar en el romántico doppelgänger, en el industrial autómata o, ahora, en el genético clon. Fantasías de perfeccionamiento que no han conseguido evitar titulares de diario como el que leo ahora mismo: Detenido por usar a su bebé como maza contra un vecino. ¿No le habrá querido prestar el teléfono móvil? Y a no preocuparse: el vecino tiene heridas varias, pero el bebé “no sufrió daños”. Difícil que esto cambie en algún laboratorio porque venimos fallados desde el vamos. Desterraremos enfermedades pero no males. Fuimos hechos y clonados a imagen y semejanza de nuestro supuesto creador. El problema es que se olvidó de pasarnos el manual de instrucciones. En eso estamos, parece.