Vie 19.08.2005

CONTRATAPA

Julián

Por Leonardo Moledo

La historia de Julián, y la pulseada entre los médicos del Hospital Gutiérrez para que siga internado y eventualmente operado para corregir su cardiopatía congénita y las autoridades de la comunidad Myba Guaraní, de Misiones, para llevarlo de vuelta y atenderlo según las tradiciones, pone una vez más sobre el tapete la discusión sobre los límites del relativismo cultural. Ultimamente, la corrección política ha llevado a buena parte del progresismo a defender el respeto a ultranza por las “identidades culturales” que suelen ser percibidas como bloques o núcleos de resistencia contra el “poder” (que a veces indudablemente son). O de ver a las culturas ancestrales (siguiendo al pie de la letra la muy occidental teoría del buen salvaje) como lugares idílicos y deseables sin registrar las relaciones de opresión, crueldad y violación de los derechos que suelen darse en el interior de tales conglomerados culturales (lo mismo que en el conglomerado occidental).
Es verdad que ese respeto a ultranza se basa en buena parte en la culpa (por la opresión y el sometimiento que la cultura occidental lanzó sobre ellos) y en cierto afán de reparación. Sin embargo, la postura suele llevar a contradicciones y muchas veces, falsedades insostenibles.
El argumento de que hay que respetar los saberes y las culturas milenarias es completamente arbitrario. No viene del todo mal recordar que las culturas milenarias (incluyendo a la occidental hasta hace unos doscientos años) están plagadas de todo aquello que es percibido como lacra en la sociedad moderna: esclavitud, opresión de la mujer y su reducción a mera propiedad, torturas que harían palidecer a Patti, mutilaciones, castas, jerarquías sociales inviolables, desigualdades de sangre, xenofobia, racismo, percibidas como las cosas más legítimas y naturales del mundo. Es perfectamente lógico, ya que la destrucción de esas concepciones empieza en Occidente alrededor de 1789.
Las formas democráticas no son por cierto ancestrales ni milenarias (a menos que se consideren como tales las democracias aristocráticas y restringidas de la antigüedad). En Egipto, por ejemplo, un gobierno faraónico sería mucho más ancestral que la república actual. El antisemitismo tiene una tradición más firme que su contrario y no parece que sea una razón para respetarlo.
No se entiende por qué el hecho de que algo sea tradicional habría de ser una virtud, si se tiene en cuenta que las prácticas tradicionales de casi cualquier sociedad, occidental incluida, espantarían al más pintado, dado que el respeto a los derechos humanos tal como se los entiende ahora, por lo menos en la letra, es una concepción tan reciente que forzosamente no puede figurar en ninguna sociedad ancestral.
No hay ninguna razón para creer que las medicinas ancestrales tengan algún valor. Pueden tenerlo, pero el hecho de una larga práctica no asegura nada (la sangría, sin ir muy lejos, era una práctica antiquísima y produjo más muertes que, según dicen algunos, las guerras; las vacunas, por el contrario, no tienen nada de tradicional). La medicina ancestral occidental no servía para nada. Uno podría preguntarse qué pasaría si en vez de una comunidad guaraní se tratara de una comunidad que practicara la medicina medieval, con su arsenal de enemas, hierbajos, sanguijuelas y cuerno de unicornio molido. El hecho de que la medicina moderna haya tenido (y seguramente tenga aún) también sus aberraciones no cambia la cuestión.
Vale la pregunta sobre hasta qué punto Julián goza del status de ciudadano argentino, previo a su pertenencia a su comunidad; cuando se pide que la salud pública se haga extensiva a todos los habitantes es de sospechar que se trata de medicina moderna, con sus hospitales y sus médicos, y sus aparatos de alta complejidad, para que pacientes como Julián puedan,justamente, ser atendidos. Es de imaginar que de eso se trata y no de que las diferentes comunidades que se ven hoy marginadas (entiéndase villas o regiones rurales y apartadas) se las arreglen con saberes tradicionales. Sería bueno, pues, que el sistema de salud pública cubriera a todos los habitantes. No se entiende por qué Julián habría de estar excluido.
La salud, al fin y al cabo, no es propiedad de la comunidad ni de la familia a la que un sujeto pertenece, sino de ese mismo sujeto; si se trata de un menor de edad, incapaz de decidir por sí mismo, la salud es responsabilidad en primera instancia del Estado y sólo después de los padres, la familia y la comunidad. Los padres no pueden no vacunar a sus hijos y la obligación del Estado es garantizar la vacunación. El punto es importante ya que problemas de este tipo se dan continuamente con los Testigos de Jehová que se niegan a efectuarles transfusiones de sangre a sus hijos y deben intervenir instancias judiciales.
Una comunidad, por ancestral que sea, no puede constituir un Estado dentro del Estado, y tomar decisiones de salud pública que afecten los derechos humanos, del mismo modo que no puede torturar en un proceso judicial, aunque esa haya sido la práctica de siempre. Recordemos que la tortura en los interrogatorios era un procedimiento judicial común desde la más remota antigüedad histórica hasta el siglo XIX.
El caso de Julián es representativo de multitud de situaciones: desde la ya nombrada de los Testigos de Jehová, hasta la que se planteó en Francia con el chador en los colegios, y la mucho más grave de la ablación del clítoris en las nenas (una práctica milenaria, dicho sea de paso).
Los médicos del Hospital Gutiérrez y el comité de ética del hospital consiguieron que los padres de Julián y el chamán de la comunidad aceptaran (a regañadientes) una prórroga de quince días en la internación.
Después, se verá. Pero dado lo grave de la enfermedad, y la poca eficacia que históricamente tuvieron las terapéuticas divinas, no parece razonable dejar a Julián solo en manos de un dios, por ancestral que éste sea.

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