CONTRATAPA
Una pregunta
› Por Sandra Russo
Hace unos días, en un reportaje que fue tapa de este diario, el secretario de Cultura de la Nación, José Nun, afirmaba que “un programa cultural puede tener 20 puntos de rating”. ¿Podría? Uno desea creerlo. Uno desea sospechar que, hasta ahora, las veces que se ha intentado insertar la noción de cultura en la televisión lo que se ha hecho, en general, es amagar con la academia y dejar a todo el mundo bostezando. Que se ha partido de la falacia recurrente de que “el público consume lo que le dan”, como si la cuestión se redujera a trocar el pan y circo actuales por programas con moraleja o catálogo, con gente de buenas intenciones pero desbarrancando, ay, en el plomazo. La realidad es que hay un tipo de cultura que tienen pocos y de la que carecen millones. Uno desea apostar, junto a Nun, a otra concepción de la cultura, a otra estrategia para informar y formar, pero el verdadero desafío televisivo corre por otro carril: ¿qué estrategia elaborar para divertir o para entretener? Ese programa cultural que podría tener 20 puntos de rating, ¿qué tipo de cultura difundiría? ¿Cuál, en un país pauperizado y vulgarizado, arrasado en sus modelos y referentes, analfabetizado y gobernado por planillas de las que todos desconfían pero ante las que se arrodillan?
Los dos programas que salieron del aire la semana pasada, Indomables y TVR, son un buen ejemplo de una cultura alternativa a la que hegemoniza la televisión argentina actual. Eran, a su modo, programas culturales. Tanto en los sobreentendidos y la complicidad, que eran la clave de la conducción de Roberto Pettinato, como en la edición de los informes de TVR podía descifrarse un rasgo cultural pródigo en significados y, sobre todo, masivo aunque no mayoritario: esos productos representaban hasta su levantamiento un modo de ver la realidad que no es el de Tinelli ni el de Susana ni el de Suar ni el de Sofovich, que son quienes ahora disputan en los canales de aire la lucha por la franja horaria más codiciada. En esos dos programas podía rastrearse la resistencia no sólo de quienes los hacían, sino también del público que les era fiel, a la inercia televisiva que ahora como nunca busca idiotizar para entretener.
Eran programas con códigos claros. “Treinta segundos de nada”, por ejemplo, con perros o gatos que eran incapaces de obedecer ninguna orden de sus dueños, implicaba un acuerdo entre el conductor y los televidentes: vamos a reírnos de un perro o de un gato que son solamente un perro o un gato, vamos a reírnos de quienes en otras pantallas pretenden que el perro atraviese un laberinto, y vamos a reírnos porque eso son los televidentes para la televisión: perros atravesando laberintos, seres sin pensamiento propio, guiados por un instinto que los hace parecerse a las ratas de Plavlov, criaturas que se doblegan ante el amo y que reconocen como amo a aquel que sale en las revistas o gana millones, ese que está ahí llamándolos para ganar la competencia, tentándolos con un premio que puede ser una licuadora o cien mil pesos, pero que en realidad siempre es alimento balanceado, comida chatarra, chatarra cultural.
“Treinta segundos de nada” también podía leerse en otra dirección. La televisión en sí misma es analizada por algunos pensadores como un animal de compañía. Una mascota electrónica que hace gracias para que la familia se distienda. Ubicada en el centro preferencial de los hogares, el televisor ocupa hoy el núcleo que antes ocupaba la chimenea. Un aparato cuyos contenidos están regidos por dos grandes lineamientos: la tiranía de los anunciantes y la psicología del espectador promedio. ¿Quién es el espectador promedio en un país de deserción escolar o alumnos regulares que creen que La Traviata y Aída son galletitas? Umberto Eco, por ejemplo, ha afirmado que no es la televisión la que le hace daño al público, sino que es el público el que le hace daño a la televisión. Muchísimo menos selectivo que el público de cine, de música, de teatro, el público televisivo promedio, heterogéneo social y culturalmente, no está interesado ni en informarse ni en formarse. Ese público quiere divertirse. De ese modo, más allá de la teoría, el resultado es que los programadores no buscan nada más allá de los clichés, “golosinas audiovisuales”, como las llama Román Gubern, caramelitos baratos dispuestos en la pantalla para ser chupados sin pensar. Y nuevamente, la metáfora del perro o la mascota: así como los etólogos descubrieron que la “mirada preferencial” de los animales es aquella que concentra un máximo estímulo visual para la especie –sexual, nutritivo, amenazante–, así la mirada preferencial del espectador televisivo promedio se posa en la vidente que dice haber recibido una señal de una niña asesinada y en la reacción de una madre desesperada que llora en cámara (Susana Giménez), o en la niña ciega que participa en un concurso de canto y en las lágrimas ficcionales del conductor que aparenta emocionarse (ShowMatch).
La lógica histórica también interviene en la ley de la diversión televisiva. Cuando las masas no formaban parte del público consumidor, cuando los anunciantes no estaban interesados en captar público pobre, los criterios del buen o del mal gusto provenían de los sectores ilustrados, que por otra parte eran los sectores con poder adquisitivo. Hoy esos términos se invirtieron. Las publicidades no tradicionales que promocionan antihemorroidales o jabón en polvo o casas de empeño o champú antipiojos están dirigidas a un público indiferenciado y complaciente, pero esa complacencia no es responsabilidad de la televisión: una sociedad debe hacerse cargo de sus grietas educativas y de sus náufragos culturales.
¿Podría un programa cultural tener veinte puntos de rating? Es una pregunta apasionante, pero por ahora sin respuesta.