Mié 24.08.2005

CONTRATAPA

Hacer creer

UNO ¿Cómo empezó? ¿Quién habrá sido el primero? ¿El que se aprovechó del fuego exprimido a un relámpago y lo patentó como invento suyo? ¿El que señaló a los cielos en el momento exacto de un eclipse? ¿O el que, simplemente, se postuló como divino porque a nadie se le había ocurrido algo así hasta entonces? Y lo más importante y misterioso de todo: ¿cómo se empezó a creer? Seguro que por estos días –si ya no ha ocurrido– un grupo de científicos investiga el sitio exacto del cerebro donde se alzan los espirales de la fe y las cúpulas y altares del pensamiento religioso. Pero aun así, ubicada la X en el mapa neuronal, el misterio permanecerá por los siglos de los siglos. Imposible explicar los mecanismos de la credulidad. Creemos en algunas cosas para, así, por reflejo, no tener que creer en otras. De ahí que la fe no sólo mueva montañas sino que, también, sepulte valles.

DOS “Dios es el concepto que utilizamos para medir nuestro dolor”, cantó con sensible cinismo John Lennon. Y el dilema, claro, es cuál Dios es el metro patrón a utilizar. ¿El Dios de Benedicto XVI, quien ahora denuncia los peligros de la religión como “fenómeno de consumo” sin precisar si se refiere a El código Da Vinci o al gran circo de la agonía de Juan Pablo II? ¿El Dios de los que dejan Gaza o de los que se quedan? ¿El Dios de los iraquíes que intentan redactar la sagrada escritura de una constitución o el Dios de quienes corregirán los borradores en Washington? ¿El Dios de Saddam quien se dice “listo para el sacrificio”? ¿O el Dios cada vez más omnipresente de George W. Bush?
El otro día vi al presidente norteamericano –cada vez más parecido a un vendedor de coches usados– intentando convencer a la ciudadanía toda de que todo eso de la “guerra contra el terror” tiene algún sentido. Bush profetizaba todo esto en la Fox, mientras la CNN emitía un programa especial acerca de cómo había sido planeado el asalto al congreso, conseguir el o.k. para atacar Bagdad y alrededores. Y cómo, de paso, le hicieron una linda camita a Colin Powell a la hora de enviarlo –con el único apoyo de un puñado de hojas desprolijas a las que su jefe de gabinete definió como “uno de esos menús chinos donde puedes escoger varios platos”– a hacerle creer al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que Saddam tenía armas secretas, camiones laboratorio y radiactividades varias listas para ser vendidas a Osama. Información clasificada que, parece, salía de los trances de un iraquí desertor y visionario conocido con el nombre clave de Curve Ball –suerte de Garganta Profunda musulmana– a quien todos los halcones creyeron porque les convenía creerle. El que ninguno de los máximos responsables lo haya visto alguna vez no es importante, porque a la hora de la verdad no hace falta ver para creer sino creer para ver. Y he aquí una de las claves: se cree sólo en aquello en lo que, creemos, reforzará nuestras creencias. Todo lo demás es, simplemente, inverosímil. Mentiras. Blasfemias.

TRES Y en una de las cosas en las que más y mejor cree Bush es en sí mismo. Fueron varios los que ya han dicho que, en la intimidad, el hombre no tiene problema alguno en considerarse un elegido. Y es este pensamiento místico el que, advierten los paladines de lo racional, comienza a causar estragos en Estados Unidos. Porque Bush no sólo le ha declarado la guerra al terror sino, también, a lo que él entiende como error. Oigan todos: Darwin no tenía razón en eso de que el hombre viene del mono y el actual inquilino de la Casa Blanca propone –tanto en escuelas como en libros de texto– hacer sitio a otras posibilidades como el creacionismo (opción con la que según las últimas encuestas comulga un 64% de los norteamericanos) o la teoría del “diseño inteligente” (ante la que se arrodilla un 10%,dejando a los infieles seguidores de Darwin en apenas un 24%). De todos ellos, ya hay un 55% que apoya la exploración didáctica de otras opciones en cuanto al origen del hombre y son varios los estados que se disponen a aprobar enmiendas y anexos en cuanto al de dónde venimos. La idea de que el mismo ser superior que organizó al universo es el mismo que lo ha llevado a ganar dos elecciones parece sostener a Bush en la creencia de que su palabra no sólo es ley sino, también, dogma. Entre tanto, los científicos made in USA ya han advertido, con triste ironía, que si se van a estudiar propuestas sin ningún asidero lógico no estaría de más incluir en los programas las teorías acerca de E.T. como padre creador. Y agregaron que de seguir así la cosa se viene una segunda Edad Media y que, de aquí en más, los grandes avances llegarán de China y de Corea. Próximo paso: la Amenaza Amarilla ataca de nuevo. Y el renovado temblor de saber que la gente se cree cualquier cosa cada vez más rápido, cada vez dedicando menos tiempo a preguntarse por qué cree en lo que cree porque es mucho más sencillo creer a ciegas. Es decir: creer con los ojos cerrados.

CUATRO Y ya están los sociólogos que hablan de una “fiebre milenarista” a la hora de creerse lo que venga. Un síntoma, dicen, que se manifiesta cada mil años y que nos vuelve indefensos a patrañas, rumores y leyendas urbanas. El ejemplo más claro y reciente ha sido la desafinada historia del hombre del piano. El autista que apareció en las costas inglesas con la ropa mojada y que ejecutaba las partituras más complejas de Tchaikovski como ningún otro. Después, múltiples países y personas atribuyéndose la responsabilidad de este ente amnésico. Y ahora, cinco meses después, se descubre lo que muchos advirtieron bajo riesgo de ser acusados de “no creer en milagros”: el joven arcángel de las teclas era un bávaro farsante depresivo a quien el hospital de acogida ahora estudia demandar. Pero yo no creo que lleguen tan lejos porque lo mejor será olvidarlo todo: el modo en que este tipo engañó a profesionales capacitados haciéndoles creer que era un virtuoso del teclado cuando, parece, sólo pulsaba sin pausa una misma tecla. Si de algo ha servido esta historia ha sido para volver a poner de manifiesto la necesidad del ser humano de creer en cualquier cosa. Tal vez todo se deba a que nos sentimos huérfanos y que, por lo tanto, estamos más que dispuestos a ser adoptados o a adoptar al primero que pase. Tal vez –como escribió el autor de ciencia-ficción Arthur C. Clarke– “nuestro rol en este planeta no sea el de adorar a Dios sino el de inventarlo”.

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