CONTRATAPA
Divorcio
› Por Antonio Dal Masetto
Una vez más en el bar reina la consternación. El tema de esta noche es la absoluta falta de comunicación entre los ciudadanos y sus representantes. ¿Cómo se explica este divorcio? Desde todos los rincones del país se elevan voces con reclamos fuertes y claros, y los tipos no dan bola. ¿Será que el pueblo no se expresa con propiedad? Parecería que se hablaran idiomas distintos. ¿O será que ellos viven en otro mundo y no tienen nada que ver con las simples cosas de la gente común y por eso no entienden? Acá hay un misterio.
–Como ustedes saben, yo soy una rata de biblioteca –interviene el parroquiano Aristarco–, y acabo de recordar unos escritos que tienen cierta familiaridad con el tema de hoy. Si quieren les puedo contar.
–Métale, cuente, todo puede servir.
–Resulta que hurgando entre libros antiguos encontré el diario de viaje del primo de Marco Polo, Brunetto Polo, un tipo ambicioso e inquieto, que se apartó de la caravana de su pariente y llegó a cierto lugar de la China, donde se albergó en casa de la familia Chung-Li y permaneció un tiempo. Los mandarines que gobernaban aquella comarca tenían el hábito de aparecer en el balcón del palacio cada tanto y la gente del pueblo hacía sus petitorios a viva voz. El pan está muy caro, bajen los impuestos, las calles están rotas y cosas así. Los mandarines, lujosamente ataviados y con largas uñas según la moda, sonreían y asentían amablemente. Brunetto Polo quedó encantado ante esa actitud tan respetuosa de los gobernantes con el pueblo. Pero luego advirtió que ninguno de los pedidos se cumplía. Nunca. Un día presentó una solicitud por escrito y fue admitido en palacio, donde exhibió un muestrario de sus mercancías. Los mandarines apreciaron los artículos que llevaba para intercambio, se pasaron un papelito unos a otros, sonrieron y asintieron. Acá Brunetto se olió que había algo raro. Aprovechó que uno de los mandarines le dio la espalda, le chasqueó los dedos en la nuca y el fulano ni se mosqueó. Repitió la misma prueba con varios. Se despidió, hizo como que se retiraba y se ocultó detrás de un cortinado. Así fue como presenció el rito de iniciación de un futuro mandarín. Al pibe, mientras dos le sujetaban la cabeza, otro le metió un par de palitos de esos de comer arroz en las orejas y le perforó los tímpanos. “Madonna santa –pensó Brunetto–, éstos sí que son astutos, se vuelven sordos para no escuchar, así se aseguran de que no les dé un ataque de sentimentalismo ante los pedidos de los súbditos, y como en China todo es milenario no me cabe duda de que esta manganeta viene de hace largo rato.” A la noche, durante la cena con los Chung-Li les habló así: “Mis queridos chinitos, es inútil que insistan con sus reclamos porque los mandarines son sordos de profesión, se pinchan los tímpanos. Tengo que decirles algo más y espero que no se ofendan: ustedes no saben ni leer ni escribir, y como dice mi compinche el juez Bernhard Schlink, el analfabetismo es una especie de minoría de edad eterna. Si se toman el trabajo de aprender, y yo me ofrezco para ayudarlos, van a crecer y alcanzarán la mayoría de edad”. Y ahí nomás usó un pedazo de ladrillo como tiza y empezó la tarea. Los Chung-Li aprendieron rápido y compartieron el conocimiento con todos. Las primeras palabras que los chinitos escribieron no fueron mamá y papá, como era de esperar. Cuando se produjo la siguiente aparición de los mandarines en el balcón, el clima de la plaza había cambiado, no volaba ni una mosca, silencio total. La multitud desplegó una enorme paño de seda negra con una inscripción en letras rojas y ésas eran las primeras palabras escritas por aquella gente: “Sabemos que son sordos a propósito”. A los mandarines se les congeló la sonrisa y se pasaron un papelito que decía: “Se avivaron, rajemos antes de que sea tarde”. Y huyeron con lo puesto. Aunque a ustedes les parezca raro, en este relato lo que más me intrigó fue el destino de los fugitivos. Así que me dediqué a investigar y logré detectarlos en reapariciones esporádicas a lo largode la historia, siempre encaramados al poder. Les nombro tres momentos como ejemplos: Inglaterra siglo XVII, época de Cromwell; Francia, corte de Luis XVI; la Rusia de los zares, a principios del siglo XIX. Ahí lamentablemente les perdí el rastro. Vaya a saber adónde habrán ido a parar los mandarines sordos.
Todos los parroquianos nos pegamos una palmada en la frente.
–Acá vinieron a parar –gritamos–, qué divorcio ni divorcio, al fin sabemos por qué nuestros representantes no dan bola: son los mandarines milenarios que se instalaron entre nosotros y manotearon el poder. Ahora se aclaró el misterio: no importa lo fuerte que gritemos, no importa que nos desgañitemos, los malditos nunca podrían escucharnos porque son sordos como una tapia.