Dom 02.06.2002

CONTRATAPA

Modelos

› Por Eduardo Galeano

Son dos los campeonatos mundiales de fútbol. En uno juegan los deportistas de carne y hueso. En el otro, al mismo tiempo, juegan los robots. Las selecciones humanoides disputan la RoboCup 2002 en el puerto japonés de Fukuoka, frente a la costa coreana.
Los torneos de robots ocurren, cada año, en un lugar diferente. Este es el sexto. Sus organizadores tienen la esperanza de competir, de aquí a algún tiempo, contra las selecciones de verdad. Al fin y al cabo, dicen, ya una computadora ha derrotado al campeón Gary Kasparov en un tablero de ajedrez, y no les cuesta tanto imaginar que los atletas mecánicos lleguen a lograr una hazaña semejante en una cancha de fútbol.
Los robots, programados por ingenieros, son fuertes en defensa y rápidos y cañoneros en el ataque. Jamás se entretienen con la pelota. Cumplen sin chistar las órdenes del director técnico y ni por un instante cometen la locura de creer que los jugadores juegan.

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¿Cuál es el sueño más frecuente de los empresarios, los tecnócratas, los burócratas y los ideólogos de la industria del fútbol? En el sueño, cada vez más parecido a la realidad, los jugadores imitan a los robots.
Triste signo de los tiempos, el siglo XXI sacraliza la mediocridad en nombre de la eficiencia y sacrifica la libertad en los altares del éxito. “Uno no gana porque vale sino que vale porque gana”, había comprobado, hace ya algunos años, Cornelius Castoriadis. El no se refería al fútbol, pero era como si.
Prohibido perder tiempo, prohibido perder: convertido en trabajo, sometido a las leyes de la rentabilidad, el juego deja de jugar. Cada vez más, como todo lo demás, el fútbol profesional parece regido por la Uenbe (Unión de Enemigos de la Belleza), poderosa organización que no existe, pero manda.
Ignacio Salvatierra, un árbitro injustamente desconocido, merece la canonización. El dio testimonio de la nueva fe. Hace seis años exorcizó al demonio de la fantasía en la ciudad boliviana de Trinidad. El árbitro Salvatierra expulsó de la cancha al jugador Abel Vacca Saucedo. Le sacó tarjeta roja “para que aprenda a tomarse el fútbol en serio”. Vaca Saucedo había cometido un gol imperdonable. Eludió a todo el equipo rival, en un desenfreno de gambetas, túneles, sombreros y taquitos y culminó su orgía de espaldas al arco, con un certero culazo que clavó la pelota en el ángulo.

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Obediencia, velocidad, fuerza, y nada de firuletes: éste es el molde que la globalización impone.
Se fabrica en serie un fútbol más frío que una heladera. Y más implacable que una máquina trituradora.
Según los datos publicados hace un par de años por France Football, el tiempo de vida útil de los jugadores profesionales ha bajado a la mitad en los últimos veinte años. El promedio, que era de doce años, se ha reducido a seis. Los obreros del fútbol rinden cada vez más y duran cada vez menos. Para responder a las exigencias del ritmo de trabajo, muchos no tienen más remedio que recurrir a la ayuda química, inyecciones y pastillas que les aceleran el desgaste, las drogas tienen mil nombres, pero todas nacen de la obligación de ganar y merecen llamarse exitoína.
Las comunidades indígenas disputan en Brasil su propio campeonato de fútbol. En la Copa del año 2000, el equipo de los indios makuxis llegó a la final después de jugar tres partidos seguidos a lo largo de ocho horas. La proeza se explica por los prodigiosos poderes de otra droga, que el fútbol profesional no puede pagar. Esa pócima mágica, que no tiene precio, se llama entusiasmo. La palabra no viene de la lengua de los makuxis sino del idioma de la Grecia antigua y significa “tener a los dioses adentro”.

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Dos mil quinientos años antes de Blatter, los atletas competían desnudos y sin ningún tatuaje publicitario en el cuerpo. Los griegos, fragmentados en muchas ciudades, cada cual con sus propias leyes y sus propios ejércitos, se juntaban en los Juegos Olímpicos. Haciendo deporte, aquellos pueblos dispersos decían: “Nosotros somos griegos”, como si recitaran con sus cuerpos los versos de La Ilíada que habían fundado su conciencia de nación.
Mucho después, durante buena parte del siglo XX, el fútbol fue el deporte que mejor expresó y afirmó la identidad nacional. Las diversas maneras de jugar han revelado, y celebrado, las diversas maneras de ser. Pero la diversidad del mundo está sucumbiendo a la uniformización obligatoria. El fútbol industrial, que la televisión ha convertido en el más lucrativo espectáculo de masas, impone un modelo único, que borra los perfiles propios, como ocurre con esas caras que se vuelven máscaras, todas iguales, al cabo de continuas operaciones de cirugía plástica.
Se supone que este aburrimiento es el progreso, pero el historiador Arnold Toynbee había pasado por muchos pasados cuando comprobó: “La más consistente característica de las civilizaciones en decadencia es la tendencia a la estandarización y la uniformidad”.

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Desde hace ya un buen tiempo, la selección brasileña parece dedicada a dejar de ser brasileña. “Aquel fútbol de gambetas espectaculares ha pasado a la historia”, sentencia el director técnico de la selección, Luiz Felipe Scolari. Mientras emite su certificado de defunción al fútbol más hermoso del mundo, este fervoroso de la mediocridad practica la disciplina militar. Scolari admira al general Pinochet, adora el orden y desconfía del talento. Condena al exilio a los desobedientes Romario y Djalminha, como en otros tiempos hubiera fusilado a aquel ingobernable rey del circo llamado Garrincha.

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El fútbol profesional practica la dictadura. Los jugadores no pueden decir ni pío en el despótico señorío de los dueños de la pelota, que desde su castillo de la FIFA reinan y roban. El poder absoluto se justifica por la costumbre: así es porque así debe ser, y así debe ser porque así es.
Pero, ¿ha sido siempre así? Vale la pena recordar, ahora, una experiencia que ocurrió en el país de Scolari, hace no más que veinte años, todavía en tiempos de la dictadura militar. Los jugadores conquistaron la dirección del club Corinthians, uno de los clubes más poderosos del Brasil, y ejercieron el poder durante 1982 y 1983. Insólito, jamás visto: los jugadores decidían todo entre todos, por mayoría. Democráticamente discutían y votaban el método de trabajo, el sistema de juego, la distribución del dinero y todo lo demás. En sus camisetas, se leía: Democracia Corinthiana. Al cabo de dos años, los dirigentes desplazados recuperaron la manija y mandaron a parar. Pero mientras duró la democracia, el Corinthians, gobernado por sus jugadores, ofreció el fútbol más audaz y vistoso de todo el país, atrajo las mayores multitudes a los estadios y ganó dos veces seguidas el campeonato local.

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