Lun 21.11.2005

CONTRATAPA

El sinólogo aficionado

› Por Juan Sasturain

Uno suele desayunarse tarde. Un sinólogo –me enteré hace años leyendo a Ezra Pound, que explicaba el trabajo del erudito Fenollosa– no era un experto en dubitación ni especialista en las reglas de la incertidumbre como podría tonta o poéticamente suponerse de una primera aproximación literal sino –mucho más simple– un estudioso de la cultura china: del griego “Sina” (China) más “logos”. Y no hay duda de que la sinología es toda una maravillosa y envidiable disciplina. Divulgadores como el occidentalizado Lin Yutang –esa especie de “chino profesional”, como lo definieron Borges y/o Bioy– nos han permitido vislumbrar algo de la inmensidad de todo lo que no sabemos. Y ése es el efecto: uno no sabe nada pero además supone (y con razón) que nunca lo sabrá. Quiero decir: no saber atarse los cordones o la capital de Bulgaria es un vacío mensurable y subsanable. No saber sobre los chinos es como desconocer la física cuántica. Produce el vértigo del no-saber infinito. Por eso, precisamente, nos manejamos con estereotipos, esquemas, prejuicios, leyendas, los famosos y queridos cuentos chinos. Formas de atrapar lo inabarcable, estrategias de sinólogos aficionados.
Es que los chinos son excesivos. En principio, son muchos: desde el perplejo Marco Polo para acá, nadie ha visto a un chino solo. Atestadas fotografías lo atestiguan. Las fotos carnet –incluso las del Partido– son recortadas. No existen datos confiables, pero hay quienes dicen que así como para nosotros los nacimientos múltiples son poco frecuentes o excepcionales, para ellos, el que nace sin copiloto de placenta es una rareza. Según las épocas –o las modas, que entre los chinos no duran una temporada sino un par de siglos– al extraño que venía al mundo solo, o lo hacían emperador o lo despeñaban desde lo más alto de la Gran Muralla, otro exceso.
Y no sólo eso. Porque los chinos, tanto como suman, restan. Hasta el acto más privado e individual –la consabida muerte– entre ellos suele ser disuelto en esos siniestros ejercicios prácticos de estadística –otro invento chino– que son las catástrofes y los partes de guerra: quinientos dos, doscientos ochenta, cuarenta y cinco, meras cantidades de chinos menos. Terremotos, exabruptos del mar, de los vientos o del ejército suelen encontrar múltiples chinos en su camino desmadrado. Nadie muere solo. Incluso, cuando deciden que alguien es único –como el Emperador, por ejemplo– lo aíslan alevosamente en una ciudad vacía para poder verlo bien, reconocerlo. No obstante, llegado el momento y si lo dejan, ese elegido a salvo de avatares colectivos se hará acompañar al Otro Lado, se inventará una guardia desmesurada de figuras de terracota en tamaño natural que centenares de años después millones de chinos visitarán en el populoso museo.
Otro dato que asociamos a los chinos es la indiferenciación. La aparente uniformidad (la prejuiciosa idea de que son todos iguales) es resultado –deseado o no– por un lado, de su proliferación –son tantos que, vistos todos juntos, parecen iguales– y por otro, del punto de vista del observador. La ecuación es simple: cuanto más son y más distante el punto de observación, más fácil es encontrar elementos comunes en que sustentar el parecido. Es lo que le sucede a quien se queda un rato ante la puerta de un hormiguero; es el problema de los extraterrestres que nos observan desde hace milenios. Claro que en el caso de los chinos (moda Mao mediante) han hecho un verdadero culto de la uniformidad: y el uniforme, se sabe, es lo más parecido a la piel. Si los humanos anduviéramos desnudos y sin peinarnos ni cortarnos el pelo seríamos mucho más parecidos, es decir: indiferenciados. Los chinos se visten como si se desnudaran.Lo notable es que siendo tantos y tendientes a parecer uno, los chinos hayan inventado un idioma que no aspiraba a dar cuenta de la generalidad sino a describir lo único e irrepetible. Originalmente, como el sistema escritural de los antiguos centroamericanos, el chino no es un acotado repertorio de signos fonéticos sujetos a reglas de combinación sino una serie infinita de ideogramas, prácticamente inagotable, como la mismísima experiencia. Así, el chino conoce su idioma como quien conoce gente, va sumando caracteres a lo largo de su vida y también se supone que los olvida con el tiempo. Rodolfo Walsh escribió alguna vez un texto humorístico sobre la capacidad restadora de los orientales que, una vez olvidado dificultosamente el chino pasaban a anotarse palabras en contra, y olvidaban también el japonés, el coreano y todo lo que (no) se les pusiera a tiro de memoria.
En la Parábola del palacio, Borges dice que el emperador y el poeta caminaron por una galería tan larga que aunque la primera columna era amarilla y la última púrpura, al recorrerla era imposible darse cuenta del cambio, tan sutiles eran las modificaciones del color y tantas las columnas. Tanto la concepción de semejante idioma como la construcción de un palacio tal indican la vocación por la desmesura. Una rigurosa desmesura. Multitud y uniformidad serían así sólo dos aspectos de un rasgo chino abarcador: la idea de infinito.
El chino tiene la conciencia del infinito y sus gestos extremos tienden a conjurarlo o reproducirlo. Construir una muralla literalmente interminable y ordenar quemar todos los libros como hizo el emperador amarillo son milenarios testimonios de ese afán de absoluto. Emprender La Larga Marcha, desencadenar la aparatosa Revolución Cultural –fabulosos ademanes colectivos de la utopía roja de anteayer– o disponer una reconversión económica e ideológica como la actual son laburos chinos, precisamente. Los chinos siempre compraron infinito. Ahora pueden venderlo también.

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