CONTRATAPA
GLOBALIZACION
› Por Leonardo Moledo
La globalización del mar Mediterráneo, que Roma logró imponer hacia el siglo I de nuestra era, fue un proceso arduo y lento. Al fin y al cabo, la que alguna vez sería “ciudad eterna” nació como un grupo de chozas dispersas en siete colinas alrededor de pantanos miserables; una pequeña población de campesinos que tomó buena parte de su cultura de la poderosa y rica Etruria, ubicada justo al norte, y que cada tanto la invadía y la conquistaba. Roma necesitó varios siglos para unificar Italia (ocupando la “madre patria” etrusca y las ciudades griegas del sur) y convertirse en una potencia del Mediterráneo occidental.
Y un siglo más en derrotar a la potencia rival, Cartago, y aniquilarla de una manera tan absoluta y radical que nunca pudo resurgir de sus ruinas. En los dos siglos que siguieron, el imperio se redondeó (literalmente) con lo que hoy se conoce como Inglaterra, Francia, España, Marruecos, Libia, Egipto, Israel, El Líbano, Siria, parte de lo que hoy es Turquía y la península balcánica hasta que el Mediterráneo (limpiado de piratas en la época de Augusto) pudo ser pomposamente denominado “mare nostrum”. Hacia finales del siglo I la política expansiva estaba terminada (salvo algunos intentos que sólo dieron como resultado desastres militares) y se había constituido una frontera sólida, el limes, que recorría los ríos Rin y Danubio, y en Africa, hacia el sur, el desierto del Sahara. Roma se protegía con fronteras naturales de los pueblos “bárbaros” que trataban de introducirse en el imperio, atraídos por su riqueza y las posibilidades de desarrollo que ofrecía. La frontera, desde ya, siempre fue porosa, pero la filtración estaba rigurosamente controlada mediante un rosario de estados tapón, aliados o vasallos que actuaban como una especie de fuelle frente a la presión de tribus que provenían del norte de Europa o del Asia central.
Lo cierto es que al promediar la dinastía de los Antoninos (96-180), y muy especialmente durante el reinado del gran Adriano (117-138), el Imperio alcanza su máximo esplendor y riqueza. Adriano se retira de las zonas indefendibles, establece tratados con los reinos inconquistables como el de los partos, refuerza el sistema de estados tapón y construye una muralla que atraviesa toda Inglaterra para sellar la frontera frente a las tribus escocesas que presionaban sobre las ciudades romanas. El Imperio se convierte así en una sólida unidad política, económica y cultural, con líneas de comercio que se extienden hasta la India y China misma, y desde ya, un tráfico intenso con las tribus bárbaras o semibárbaras limítrofes, cuyos jefes, admiradores de la cultura y el esplendor romano, solían, dicho sea de paso, enviar a sus hijos a formarse en Roma, del mismo modo que los aristócratas romanos mandaban a los suyos a estudiar a Atenas.
La globalización romana respetaba tradiciones, idiomas, gobiernos y hasta monedas, leyes y religiones locales, siempre y cuando no entraran en conflicto abierto con el poder central: en ese caso la invasión, ocupación y castigo eran inmediatos y devastadores y las legiones se encargaban de reestablecer rápidamente las libertades romanas.
Sin embargo, había procesos de fondo que minaban lentamente la salud del Imperio. La frontera, aunque no se lograba forzar (y no se logró hasta el año 410), era mucho más porosa de lo que se advertía y permanentemente los habitantes de los estados fronterizos se establecían cerca del limes, y en muchos casos en la misma Roma. El fin de la política de expansión externa (que implicaba escasez de esclavos) ofrecía mucho lugar para quienes quisieran encargarse del trabajo sucio o despreciable.
Por otra parte, la política de reclutamiento de los ejércitos empezó a variar lentamente con la progresiva incorporación de elementos “bárbaros”, muy dispuestos a elegir ese camino fácil hacia la ciudadanía. Ayudados, claro está, por el hecho de que los propios ciudadanos, con el aumento de la riqueza general, no tenían muchas ganas de aguantarse veinte años de milicia para retirarse a un lote de tierra y practicar los consejos de Virgilio. La misma guardia pretoriana, cohorte personal del emperador, llegó a estar constituida por dacios o ilirios, que no tenían mucho inconveniente en imponer un emperador de su propio origen a cambio de promesas de dinero más o menos pasibles de ser cumplidas.
Además, las tropas estacionadas en el limes, que poco a poco empezaron a reclutarse entre las poblaciones locales (de un lado y otro de la frontera), tenían de hecho una relación mucho más directa con los habitantes allende la frontera que con el centro de poder imperial; mal podían ejercer hasta el fin su misión represiva. La pavorosa crisis interna del siglo III, en la que las luchas civiles amenazaron con desintegrar todo, reforzó estos procesos y convirtió al Imperio en una enorme isla de riqueza defendida por ejércitos más ligados a sus connacionales de afuera que a la perduración de Roma.
Así y todo, Roma tiró cien años más, usando todo tipo de recursos: entre ellos una religión centralizada (el cristianismo); división administrativa, sustitución del emperador por dos y luego por cuatro emperadores (lo cual inexorablemente llevaba a la guerra civil), adopción de medidas de índole político-económica (fijación de los campesinos a la tierra y de los artesanos a su oficio), control de precios, devaluaciones, cesión de amplios territorios a las tribus, permitiéndoles asentarse en territorio romano como “huéspedes temporarios”, un sistema que no era sino el remate de la progresiva extranjerización de los ejércitos en los lugares de frontera.
Pero la dinámica de las poblaciones fue más fuerte que cualquier política que el Estado romano pudiera, supiera o quisiera implementar: al comenzar el siglo V, algún motivo (quizá una sequía prolongada), puso en movimiento a las tribus del Asia central, que empezaron a presionar a las vecinas y a arrojarlas sobre el Imperio. En el año 410 fue forzada la frontera del Rin, que nunca se cerraría ya del todo. Poco después, en 476, Odoacro, rey de los hérulos, tomó la capital (que ya no era Roma sino Ravena), depuso al último emperador y mandó las insignias al emperador de Bizancio. El Imperio Romano, que había dominado Occidente por quinientos años, se había terminado.