CONTRATAPA
Boca Seniors
› Por Juan Sasturain
Hay que aprovechar para festejar. Lo que sea, lo que pinte. Para llorar o quejarse hay tiempo, y motivos sobran. Hay que hacerle espacio, abrirle cancha a la fiesta, y si es con muchos festejantes, mejor. A los que somos futboleros (y bosteros por añadidura), estas cosas acaso triviales para otros, como lo de anoche en la Bombonera, nos sirven para apoliyar mejor, tener ganas de leer el diario –este diario, por ejemplo– hoy, y sentir como que el año se redondea, termina con un moñito. Los que somos veteranos, sumamos y comparamos. Los pibes más chicos, inauguran sensaciones –algo envidiable– como las de aquel primer campeonato que festejé con mi viejo y por radio a los nueve años, en 1954, con las atajadas del gato Musimessi, “el guardavalla cantor”, y los goles de Pepino Borello... Y han pasado ya cincuenta años apenas largos, de eso. Es o parece increíble. Sobre todo si uno piensa en dónde empezó todo.
A principios del siglo pasado, cuando los muchachos de barrio se juntaban fuera de hora en las plazas o los descampados –las trastiendas de boliches, incluso– no era para fumarse un porrito sino para fundarse un clubcito. Una costumbre de aquellos tiempos en que la dependencia económica de los omnipresentes ingleses se comía todo, pero dejaba miguitas para entretenerse y jugar: el fútbol (o fóbal, mejor) sin ir más lejos. Y había club sin sede ni cancha. Eso, con suerte, vendría después. En principio, el lugar donde la entidad filosóficamente se situaba era un espacio móvil y hueco, a llenar: la camiseta. Por eso, a veces un banco de plaza o la mesa de un bar alcanzaban para la ceremonia fundacional: apenas un papel, la fecha, el acta sin escribano ni nada de eso y cuatro o cinco nombres que firmaban precariamente al pie, probablemente con una camiseta puesta cuyos soberbios colores figuraban en el texto aprobado por módica unanimidad.
Esos pibes obviamente alienados por la moda anglófila de un deporte violento y propio de cajetillas de colegios privados y de uniforme remedaban gestos, repetían frases de oídas sin entender. El famoso diálogo de potrero previo al inicio de cada partido que rememora el viejo Borocotó (“¿Aurredi?” “Diez”) versión deformada del “All ready?” “Yes” originales, es ejemplar al respecto. Mayoritariamente hijos de criollos o inmigrantes tanos o gallegos, aquellos chicos fundadores bautizaban sus sueños con los rótulos prestigiosos del origen. Si en algunos casos asumieron a ciegas un arbitrario topónimo británico para nuestro argentino río color de león (River Plate), se autotitularon amantes de las carreras con autos que no tenían (Racing Club) o construyeron ortodoxamente un posesivo muy complejo casi impronunciable en Newell’s Old Boys, en la mayoría los colonizados jóvenes de entonces optaron por la mezcla aberrante: Club Atlético Boca Juniors –que no Quilmes Athletic Club, más coherente– sonaba como Marilyn Gómez o Alan García o peor.
Sin embargo, el “Juniors” pegó bien tal vez porque era el lugar de la doble definición: “hijos de” y pibes. Chicos de la Boca e hijos de la Boca podía servir también para Chacarita, para cualquiera de los cien barrios porteños que cantaría Castillo e incluso cruzar a Montevideo, donde los uruguayos –tan lanzados en ese sentido: Liverpool, Wanderers, etc.– se anotaron con el Rampla Juniors que Onetti homenajeó.
De aquellas pendejadas superficiales y caprichos extranjerizantes a la moda, de aquellos empeños juveniles sin otro interés que la diversión y el despilfarro de energía en un juego ajeno, brusco y trivial –por qué no se habrán dedicado a las bochas, el pato o la militancia gremial o política—, los pibes de los barrios hicieron eso que hoy se llama –o por ahora se llama– el fútbol argentino, uno de los lugares donde reside, mal que nos pese, nuestra vapuleada identidad nacional.Anoche, uno de esos intermediarios de la pasión colectiva puesta en pantalones cortos y en pantalla para el universo o poco menos, “el” Boca Juniors, como le dicen en otras latitudes, a un siglo de aquel sueño trasnochado de pibes de alpargatas en la Plaza Solís, y a medio siglo largo de mi primer festejo de tercer grado primario, el xeneize, genovés universal, se puso otro título en la solapa y otra copa en la vitrina saturada, lujosa, de su nuevo y deplorable estilo fashion. Por múltiples razones –sobre todo por la huella honda, la marca que dejó su actitud en todo el tramo final del torneo– la victoria de Boca en los penales y con los huevos acá sobre Pumas por la Copa Sudamericana pareció diploma entregado “in extremis”, un certificado de madurez, de decantada eficacia más allá de las circunstancias. Veteranos remontando con hombría sus achaques, pibes crecidos de prepo, convirtieron de hecho, un siglo después, a Boca Juniors en Boca Seniors.