› Por Juan Gelman
El cuarto poder no es la prensa en EE.UU.: es el cuerpo de 24.000 cabilderos que, en representación de 15.000 empresas, logra modificar las leyes, o introducir otras nuevas, en beneficio del cliente. Favor con favor se paga y los legisladores y candidatos reciben a cambio financiación para sus campañas políticas y aun otros menesteres. Un estudio del Centro pro Integridad Pública (CPI, por sus siglas en inglés) revela que W. Bush recibió en seis años 1,8 millón de dólares de unos 1300 cabilderos registrados. En el mismo período, más de 520.000 dólares llenaron las gavetas de John Kerry.
Los lobbistas no se limitan a realizar contribuciones directas: suelen ocupar la tesorería de unos 870 comités políticos que reúnen fondos para pretendientes a cargos de todo tipo. William Oldaker –un ejemplo– obtuvo desde 1998 a 2004 donaciones por valor de más de 2 millones de dólares que destinó a las campañas de candidatos triunfantes y agradecidos. No extraña, entonces, que las ocho agencias de Oldaker recibieran de cien compañías más de 14 millones de dólares para influir en las decisiones de esos legisladores. De los 52 cabilderos de 800 organizaciones y empresas que en conjunto aportaron más de 6 millones de dólares para la reelección de Bush hijo, el más destacado es Jack Abramoff.
Fue, mejor dicho. El 3 de enero pasado tuvo que declararse culpable de defraudación a varias tribus de indígenas norteamericanos, desvío de fondos y soborno a miembros del Congreso y funcionarios del Poder Ejecutivo. Las evidencias eran aplastantes y Abramoff acordó colaborar con la Justicia para achicar la condena futura y no son pocos los que están temblando en Washington. El ex supercabildero declaró ya que sus informaciones pueden alterar la paz de, al menos, 60 legisladores –el presidente del Comité Administrativo de la Cámara de Representantes, entre ellos– y de no pocos de sus asistentes (macon.com, 5-1-06). Es que la “industria” del cabildeo invirtió más 2 mil millones de dólares en 2004, tanto en campañas electorales como en actividades que no descartan el homicidio: el 6 de febrero de 2001, el empresario Konstantinos Boulis fue asesinado en una calle de Fort Lauderdale por tres gangsters meses después de vender una línea de casinos flotantes a Abramoff y su socio Adam Kidan (The Washington Post, 28-5-05). Estos debían dinero a Boulis. Uno de los sicarios había sido miembro de la familia mafiosa Gambino. Los otros dos eran asistentes de Kidan.
Los 82 millones de dólares que Abramoff y su compinche Mike Scanlon defraudaron a seis tribus indias, deseosas de instalar casinos para salir de la miseria que padecen en las reducciones, no sólo fueron a parar a sus bolsillos: también a las arcas del partido republicano y a un destino muy particular. Abramoff cubría con la Capital Athletic Foundation (CAP), una organización fantasma, presuntamente dedicada a financiar programas educativos en el ámbito del deporte, la compra y el envío de armas y de tecnología militar avanzada al grupo paramilitar israelí dirigido por Schmuel Ben Zvi instalado en Beitar Illit, un asentamiento ilegal de 23 mil colonos israelíes ultraortodoxos en el territorio palestino ocupado de la Ribera Occidental.
Así llegaron a manos de Ben Zvi “uniformes de camuflaje, miras telescópicas, binoculares de visión nocturna y otros materiales descriptos como equipo de ‘seguridad’ en los registros de la CAP”, utilizados, claro, contra el pueblo palestino (Newsweek, 2-5-05). Cuando Abramoff comenzó a ser investigado por el FBI, Ben Zvi se apresuró a negar que lo conociera. Después de todo, dirige una institución educativa en Beitar Illit, sólo que de ella salen francotiradores. He aquí cómo el dinero de indígenas de EE.UU. puede terminar en Israel.
Un Abramoff de rostro angustiado ilustra la tapa del Newsweek del 9 de enero con la leyenda “El hombre que compró Washington”. Pero él es apenas un emergente de la vieja simbiosis de corrupción y política que impera en EE.UU. Por una puerta giratoria, ex funcionarios del gobierno pasan a ser cabilderos y viceversa. Un estudio del CPI precisa que más de 2200 ex funcionarios y directores de organismos federales –un 10 por ciento del gremio– se registraron como lobbistas en el período 1998-2004, entre ellos, 175 ex representantes del Congreso y 34 ex senadores. Son indispensables para las agencias del ramo: conocen a los que deciden y los vericuetos del Poder Legislativo, también del Ejecutivo, y procuran cambiar o distorsionar las leyes que ellos mismos aprobaron.
Otros pasan del “lob al gob”. La Casa Blanca integró a 92 cabilderos en los equipos de asesores que conformó en los años 2000 y 2001 y muchos fueron destinados a las mismas áreas de gobierno que “trabajaron” para beneficio de empresas que les pagaban millones de dólares. Sentados al otro lado de la mesa, no cambian en realidad de oficio.
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