CONTRATAPA
Mujer de un famoso
› Por Juan Gelman
No es una situación fácil para algunas y se advierten dos extremos: las que aprovechan la celebridad del marido para bañarse con reflejos de su fama y las que se le someten resignadas para aliviarle las prosas de la vida. Con la complicidad del famoso, desde luego. Entre esos límites se yerguen las que no se creen musas ni obligadas a servicios hogareños o de secretaría del famoso. Y hay variables: la midinette que convivía con César Vallejo en París lo obligaba a escribir o no había desayuno, según contó alguna vez Raúl González Tuñón. Para no hablar de las viudas de famosos: hace años vi a la muy reciente de un gran poeta firmar los libros de él como si fueran de ella. Esa viuda era un arma cargada de pasado.
Entre las gozadoras de la posición figura de manera destacada la mujer de Gustav Mahler. En los diarios que escribió de los 18 a los 22 años (1898-1902), Alma Mahler ( foto) –luego esposa de Walter Gropius, el tenor estrella, y de Franz Werfel, el escritor con éxito, y entre tanto, y antes, y después, amante de los pintores Oskar Kokoshka, Gustav Klimt y otros artistas notorios– se autodescribe así: “Soy absolutamente vulgar, superficial, sibarita, dominante y egoísta”. Cuarenta años después se muestra en sus memorias mucho más económica con la verdad. Pretende que era una compositora en ciernes cuyo talento había sido arrasado por el temor a la competencia que abrumaría a Mahler: “Arrastraba conmigo a todas partes adonde iba las cien melodías que compuse, como un ataúd que ni siquiera me atrevía a mirar”. En cambio –sigue–, como devota sierva del arte, hacía a un lado pequeñas tiranías hogareñas y se inmolaba noblemente en aras de la obra del gran músico: “Viví su vida... cancelé mis anhelos y mi ser... su genio me devoró”.
Esto es poco probable. Según testigos de la época, Alma era una buena pianista, una suerte de aficionada con talento, pero no conocía los rudimentos de la escritura musical y poco y nada sabía de contrapunto, de los registros de la voz humana o de las posibilidades de los instrumentos de cuerda. El compositor y director de orquesta austríaco Alexander von Zemlinsky, que la quiso como esposa, no vaciló en decirle que sus obras carecían –anotó ella misma– de “técnica y pericia”. Alma rechazó a Zemlinsky y prefirió a Mahler, no tanto por una herida de amor propio: el primero no era muy apreciado y el último era director de la Filarmónica y también de la Opera de Viena, a pesar de su origen judío y de la dificultad agregada de haber nacido en Bohemia. “Lo que amo en un hombre es su logro –supo explicar Alma–. Cuanto mayores son sus logros más lo debo amar.” A los 20 años quería “ser alguien, una persona real, reconocida y capaz de grandes cosas”. Pero se limitó a conseguir famas de segunda mano en escritores y artistas renombrados y tuvo la soberbia modesta de afirmar: “He tenido el privilegio de dar a mis dones creativos otra vida en mentes más grandes que la mía”. Pobre.
La experiencia de Zdenka ocupa el polo contrario, como puede leerse en Mi vida con Janácek, libro publicado en 1998. A diferencia de Alma, se enamoró de la persona del gran músico moravo, no de su fama: Leos Janácek era apenas su desconocido profesor de piano y aún no había comenzado a componer cuando se comprometieron. De carácter serio, ajena a cualquier coquetería o devaneo, Zdenka vivía para sus hijos y la casa. Dos golpes fatídicos la agobiaron: la muerte por meningitis del hijo de 2 años y medio y la de la hija de 20 a causa de una afección cardíaca. A esto se sumaba el carácter impredecible de Janácek, que aun después de los 60 de edad buscaba fuerza inspiradora en otras mujeres.
Zdenka registra los buenos tiempos del matrimonio, cuando él le hablaba de sus proyectos musicales: “Era tan hermoso cuando Leos caminaba alrededor de la mesa donde yo estaba trabajando (en la cocina)... confiándome nuevos rincones de su rico espíritu... yo crecía gracias a eso”. Janácek podría hablarle, pero quién sabe si escuchaba. Enmudecíacualquier sugerencia de la mujer con un “como si pudieras entender”. Y la hacía víctima de otras confidencias acerca de sus “amistades artísticas”, o sea, señoras en general casadas de las que se iba enamorando. En eso podía ser particularmente cruel: cuenta Zdenka que en unas vacaciones la obligó a compartir la cama con su amante mientras él dormía en un sofá en la misma habitación. O permitió que Gabriela Horvátová –cantante de ópera y relación de entonces– adosara su fotografía a la pared de la casa donde estaban las fotos de familia. “Una de las cosas que más placer le producía (a la Horvátová) era verme torturada, humillada y desesperada”, dice la mujer de Janácek. Cuando los padres se opusieron a la boda, ella les espetó: “Prefiero ser infeliz con este hombre a ser feliz con cualquier otro”. Tal vez sabía que iba a ser infeliz con cualquier hombre. Pobre.
Cabe preguntar: ¿Es únicamente la fama del cónyuge la que conduce a estas situaciones, o la fama es apenas un elemento más del juego de las relaciones de poder que suele imperar en las parejas? Para Ingeborg Bachmann, el fascismo empieza en casa y el fascista es el hombre. No siempre, diría Alma.