› Por Sandra Russo
Venimos de una fiesta con un equipo de hockey chileno. Es de noche. En el club, cuando bajamos del micro, un poco borrachos, alguien nos dice que tenemos que apurarnos y subir a los autos de nuestros padres, que nos están esperando. Hubo un golpe. Yo no sé nada de política. Soy una jugadora de hockey que está ligeramente mareada y que quiere irse a dormir.
Pero a los pocos días empiezo a cursar Sociología. Me interesa y no sé por qué. Curso en Derecho. Vengo de un colegio privado de cuatrocientos alumnos a Derecho, y me pierdo en los pasillos. Y creo que la facultad es esto. No me doy cuenta de que estoy empezando una carrera maldita unos días después del golpe de Estado más sanguinario de la historia. Circulen, circulen, nos dicen los policías que deambulan por los pasillos de Derecho. No se puede uno detener a hablar con alguien. Hay que circular.
Empiezan las clases y no hay carrera. No hay programa de carrera. Se saben sólo las materias de ese cuatrimestre. En el aula, nadie habla con nadie. No se dan las direcciones ni los teléfonos. Soy inteligente, pero en las clases no entiendo nada. Nada de nada. Estoy bloqueada. No sé qué me pasa. Pero es miedo. El miedo ya empezó a recorrerme, y se quedaría en mí por siete años. Sería el miedo el que orientaría mis pasos, mis secreciones, mis humores, mis desvíos, mis melancolías y mis dolores, y el que instalaría una membrana entre la felicidad y yo. Decido dejar la carrera en agosto. Cuando voy a retirar mi título de bachiller, una chica llora en el ascensor. Le pregunto qué le pasa. Me muestra su libreta universitaria. Me explica que para que le den por aprobadas muchas materias necesita la firma de los profesores. Y que los profesores no aparecen.
En ese momento la gente todavía no desaparecía. La gente dejaba de aparecer. Eso es lo que duró el tránsito entre el miedo y el pánico. La gente estaba en peligro, todos estábamos en peligro. Hubo leyendas. Al año siguiente, l977, cursando Letras en La Plata, en las plazas no se hablaba. Si era de noche, no se hablaba. Se decía que había servicios arriba de los árboles y que escuchaban conversaciones.
El 25 de mayo de ese año, en la estación de micros, una brigada del ejército me interceptó y me preguntó por qué no llevaba puesta escarapela. No supe qué decir. Me apuntaron y me pusieron una escarapela en la solapa de mi tapadito negro. En ese momento cambié. Muté. Ya no fui una ex jugadora de hockey medio mareada. Me convertí en una chica que odiaba a este país. Que odiaba a sus dueños. Que odiaba, con un odio muy parecido al desprecio y a la repugnancia, lo argentino. Odiaba a Olmedo y a Porcel. Odiaba a Neustadt y a Grondona. Odiaba a la revista Gente. Y fue odiando todo eso que me voy acercando al periodismo.
No está bien visto odiar. No es de buen cristiano, pero no soy cristiana. Yo creo que el odio es un sentimiento horrible que uno no debería sentir. Pero también creo que creer eso es una trampa. Una mentira que nos han repetido los que nos quieren domesticar, para hacer cualquier cosa, para hacernos mal. Y a partir de entonces odio. Y es ese odio que brota de la humillación, de la impotencia y del sojuzgamiento, el que me ayuda a cabalgar la vida y a seguir deseando y a seguir pensando y a seguir amando durante esos años en los que todo es tan triste, todo es ahogado. Ese odio se recorta en mí. Yo no le haría mal a nadie. Porque soy mejor. Sólo por eso. Pero odio igual, porque tengo derecho. Y también creo que ese tipo de odio es necesario en algunos momentos históricos, porque es la daga que punza, el imán que llama, el relicario que contiene los restos del pasado maldito, y también los restos de las luces que ellos cegaron. Y hay cosas que no tienen perdón. No los perdono.
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