CONTRATAPA › CARTAS
El ’76 me encontraba a mí con 2 años. La panza de mi mamá crecía y yo esperaba ansioso a la “negrita Martina” que la primavera me traería. Mi viejo y su guitarra, y los dientes blancos de la sonrisa de mi mamá eran quienes me acunaban. Curiosamente siempre había sonrisas en la familia, o al menos ésa es la sensación que hoy más recuerdo. Tanto amor en el aire me mantenía al margen de lo que pasaba; porque algo pasaba. Paralelamente, mis juegos estaban siempre plagados de escondites, de silencios, y de no recordar más nombres que el mío. La primavera llegó y mi hermana un día después, más sonrisas y alegrías colmaron mil rostros. Tan puntual quería ser la pequeñita que, sin llegar a la sala de partos, nació en la habitación. Esa alegría duró tan poco... sólo un mes y cuatro días. Las ratas de la noche llegaron en sus móviles verdes y me robaron a mi mamá y a mi papá. Y allí nos dejaron las bestias, solitos los dos, mi hermana conmigo y yo con mi hermana, en esa casa de la que nadie sabía que allí vivíamos. El destino quiso que una vecina fuese enfermera, mi abuelo médico y que yo pudiera decir mi nombre completo. Esa fue la clave para reunirnos, mi hermana y yo, con el resto de nuestra familia. Hoy, que se cumplen treinta años, tengo un hijo de la misma edad que yo tenía en ese entonces, veo lo frágil que es este ser y tomo conciencia de la hazaña que realicé al sobrevivir siendo tan pequeñito. Treinta años, y la gente discute sobre festejar, repudiar, olvidar, etcétera. He sentido infinidad de cosas en estos días que me han hecho llorar, pero por sobre todas las cosas me han hecho recordar. Y eso es lo que creo que debe pasar el día de hoy, recordar.
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