Mié 05.04.2006

CONTRATAPA

Salir vivo

› Por Cristian Alarcón *

Simón camina por el patio de la cárcel más vieja del país, y se mueve como hace cinco años, con el vascular paso de pibe chorro que le conocí en la calle. Fue hace mucho, en la mitad de una larga inmersión en las villas de San Fernando para la escritura de un libro sobre pibes chorros. Simón es uno de los protagonistas de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Ya tiene 22 años. Es el chico que entró a un instituto de menores cuando tenía 12 y pasó la adolescencia preso. Es el que tiene los cinco puntos que significan “muerte a la policía” tatuados en la espalda del tamaño de monedas de un peso. El que de tanto encierro en el Instituto Almafuerte engordó y adelgazó 30 kilos en una temporada. El mismo que leyó con afán dos biografías del Che, para dibujarlo después y regalarlo en forma de poster. Aunque en el penal de Mercedes ya no pueda pensar porque allí el alerta es permanente.
El ingreso al penal no es tortuoso. Entramos a las ocho de la mañana, junto a las mujeres y sus hijos. Nos revisan. Ponemos la huella dactilar en el pianito. Nos sellan la muñeca dos veces. Ingresamos después de cuatro controles a un patio del tamaño de media cancha de fútbol, con un techo de lona que hace sombra sobre unos doscientos presos y sus familias. Todos ocupan una mesa y dos bancos de madera. Los que pueden las cubren con un mantel. Y sobre los asientos ponen frazadas dobladas para mullirlos. En medio de la precariedad buscan el mínimo confort para atender a la visita. Subimos al primer piso, a una sala que parece el aula de una escuela rural y en la que nos espera Marcos, el hermano de Simón, también detenido en Mercedes por un robo. Somos cuatro grupos, cada uno en una esquina. Es notable que Simón y Marcos miren las escenas de reojo, con profesional disimulo. Nunca pierden de vista el todo. Imagino sus miradas en un gran angular extremo, agotador.
Hablamos del pasado. Es una charla rítmica que se ensambla con el murmullo del salón y al mismo tiempo con el de todo el gran patio, y con el de toda la cárcel, como un mantra recio de relatos del pasado. La cosa se pone más difícil cuando intentamos con el futuro. Simón sale en libertad esta semana. Su novia, la de siempre, tendrá un hijo suyo en tres meses. Todo indica que Simón podría durar muy poco en libertad, como ocurrió cada vez que la recuperó. Nada hay en el horizonte de su barrio, en San Fernando. Y puede volver esa sensación de nostalgia por el encierro que me confesó hace mucho en aquella caminata de reconocimiento, cuando apenas salía con permiso del instituto. Qué hará cuando ya no esté preso, se nos ocurre saber. Pero Simón no sabe. Vive el día.
“Acá no se puede pensar en lo que viene. Acá tenés que estar pillo en el momento”, explica. “Si tenés esto –y señala los cigarrillos–, te lo pueden sacar. Si te dejás sacar eso, después te van a sacar el mate, la bombilla, la ropa, cualquier cosa. La semana pasada mataron a uno por una pesa de medio kilo.” Estar alerta es cuestión de vida o muerte. Cada uno es su propio centinela.
En el pabellón de Simón y Marcos hay unos cuarenta, en celdas de tres o cuatro. A lo largo del día los engoman o desengoman, los encierran o los sueltan, cuatro veces, partiéndoles así cualquier distensión en varias partes. Cuando están sueltos en el pasillo central que une a las celdas del panóptico es cuando se pueden desatar las peleas. Se dan de a dos o tres por día. No hay descanso. Cuando alguno nota la falta de algo, de la más mísera pertenencia, no tiene alternativa: tiene que guitarrear y poner nombre. Así explica: “Guitarrear es cuando decís: ‘Loco, acá me faltan los cigarros’. Si lo decís, tenés que ponerle nombre, el de cualquiera del pabellón”. No importa si el nombrado es o no el que sustrajo lo ajeno. No hay juez para definirlo. Se trata sólo de nombrar al enemigo para no convertirse en víctima, para no perder antes de pelear.
Al nombrar al enemigo entre los presentes se crea la pelea. El otro, el nombrado, no tiene más que pararse lo mejor armado que pueda. Cada uno saca su faca. “Miden por lo menos un metro, ya no son cuchillos, son lanzas, hacen saltar la sangre como en la película Kill Bill.” A veces es uno contra uno, otras son dos contra dos, tres contra tres, hasta cinco contra cinco. Siempre en numeros iguales. Es la ley interna. La misma ley dice que el que pierde no llora. No chilla. No se queja. “Por orgullo se la aguanta hasta que cambia la guardia. Muchos se desangran.” Por eso, aun a días de salir a la calle, Simón no piensa en el futuro. Aunque le hablemos de alguna beca, de algún plan en el páramo de las políticas de desarrollo humano para los liberados, de alguna estrategia para que conserve su libertad, Simón sólo está alerta, atento, para no guitarrear y poner nombre, para salir vivo del pabellón.

* Esta noche se realiza en Nueva York la ceremonia de entrega a Cristian Alarcón del prestigioso premio Samuel Chavkin, otorgado por The North American Congress on Latin America (Nacla) para distinguir “la dignidad en el periodismo latinoamericano”. En ediciones anteriores, el premio fue otorgado a Alma Guillermoprieto de The New Yorker, Tina Rosenberg de The New York Times y Stella Calloni de La Jornada. El jurado tuvo en cuenta para otorgar la distinción a Alarcón su trabajo en Página/12 sobre la existencia de escuadrones de la muerte en el conurbano bonaerense y el libro que lo coronó, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, citado en esta nota.

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