CONTRATAPA › CARTAS
Blumberg y los familiares de las víctimas de Cromañón poseen algo en común: “un injusto dolor”. Este padecimiento legitimador, más “el descrédito” que sufren las instituciones y el sistema político que debería representarnos (sin olvidar el contexto global de “crisis de autoridad” que sufre la humanidad) nos ubica frente a la novedosa realidad de personas o grupos que, al verse afectados por distintas causas, son capaces de coordinar voluntades, al tiempo que se movilizan y presionan eficazmente sobre el Estado y sus instituciones, como asimismo sobre toda la red política.
De esta forma logran producir y protagonizar el máximo efecto posible y visible, percibido como justo y necesario, ya sea para ofrendar en el altar de sus seres queridos fallecidos, para ajusticiar a los culpables o simplemente para recuperar la paz.
De modo esquemático y simbólico, podríamos decir que las “leyes Blumberg”, producto de la tragedia del hijo perdido, los “cortes en los pasos fronterizos” entre nuestro país y Uruguay, surgidos por la amenaza de contaminación, enfermedad y muerte que las futuras industrias papeleras de la nación vecina podrían acarrear, y la “destitución de Ibarra”, debido a los muertos y heridos de Cromañón, son tres ejemplos de cómo el sentimiento de injusticia o el dolor –presente o futuro– pueden convertirse en el germen de movilizaciones o situaciones espectaculares, con consecuencias imprevisibles. Pareciera ser, además, que la resonante dinámica mediática se extendió a la otrora anónima vida cotidiana, posibilitando un crecimiento anómalo de ciertos sucesos, al transformarlos eventualmente en poderosos e influyentes espectáculos.
Ultimamente los medios compiten con la Justicia por el fallo, ya que la opinión pública suele sancionar más lapidariamente que la mismísima Justicia. Si algo justo, por determinada razón, no es capaz de movilizar a las masas o competir por una porción de espectacularidad en los medios, no sería tan atendible por ellos; entonces no existiría.
La lógica de los medios –especialmente de la TV– apela más al “sentimiento popular”, el que luego se confunde con la “opinión pública”, aunque sería bueno diferenciarlos; dado que esta última supone cierto grado de reflexión y análisis, no es prioritariamente un asunto emocional como el sentimiento popular. Es entonces en este delicado punto, en donde la realidad mediática, en ocasiones, trastrueca la “percepción pública”.
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